¿Ángeles y demonios? ¿De verdad?

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

A BAÑA

10 abr 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

La noticia de que un grupo de jóvenes de clase media han destrozado literalmente la casa rural que los padres de una amiga habían alquilado para celebrar el cumpleaños de su hija es mucho más que una mera anécdota a despachar con la consideración simplista de que estamos ante una gamberrada propia de la edad. Situada en A Baña, en las cercanías de Santiago, los bárbaros del norte arrasaron, según la afligida propietaria del inmueble, todo lo que se les puso por delante -puertas, camas, espejos, lámparas, cuadros, extintores e incluso un viñedo que había en uno de los accesos a la vivienda- y causaron daños por un valor de 30.000 euros, imitando, seguro que sin saberlo, lo que otros antes que ellos habían hecho, en diciembre del 2010, en otra casa rural ubicada en los montes malagueños. La única diferencia es que entonces los daños materiales triplicaron el valor de los que nuestros paisanos acaban de causar.

La noticia podría parecer nada, ciertamente, en medio de la crisis política y económica de caballo que vive este país. Salvo, claro está, que tengamos el valor de reconocer que la visión muy mayoritaria que esa crisis han instalado en la sociedad -la de unos poderes públicos malvados frente a una sociedad angelical- se compadece mal con una honesta observación de lo que pasa realmente en nuestra sociedad.

Porque esos jóvenes que han destrozado una casa ajena, sin otro motivo que la pura diversión, no son marginales desposeídos de cualquier bien material y dominados, por tanto, por un odio universal hacía los más afortunados. No: son chicas y chicos de clase media, que van a buenos colegios, gastan todas las semanas buen dinero y poseen cosas en cantidad y calidad que sus abuelos no pudieron ni soñar. No son pobres, ni desgraciados, sino solo unos execrables ciudadanos que, o se corrigen, o harán incluso buenos a estos políticos de ahora que, bien a pulso, se han ganado el poco aprecio que siente el público por ellos.

¿Una sociedad angelical? No lo es, desde luego, aquella que se muestra incapaz de educar a su juventud en el sagrado valor del respeto a los demás: a las personas y a sus cosas. Pero tampoco la que defrauda a Hacienda, vive de y en la economía sumergida, hace inversiones temerarias y exige luego que todo el mundo pague el pato de su falta de prudencia o compra lo que no puede y convierte su problema en prioridad indiscutible de una sociedad donde hay cinco (o seis) millones de parados.

No repetiré, pues no lo creo, eso tan manido de que cada sociedad tiene los políticos que se merece. Pero sí que quizá ha llegado ya la hora de realizar balance sobre la responsabilidad de cada uno en el desastre que sufrimos, un desastre inexplicable mirando solo para uno de los lados. Que es, dicho en dos palabras, lo que llevamos haciendo varios años.