El abismo entre Bob Dylan y Justin Bieber

Tomás García Morán
Tomás G. Morán LEJANO OESTE

OPINIÓN

12 ene 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Los últimos casos de difusión indiscriminada de fotos íntimas de adolescentes (los modernos ya han encontrado el palabro sexting) caen como bombas de racimo en diferentes ciudades. El penúltimo caso ha ocurrido en A Coruña. Las nuevas herramientas con las que nos comunicamos, y por tanto las nuevas formas en que vivimos, dejan al descubierto algo que ocurre desde la noche de los tiempos: que el trecho entre lo que hacen los adolescentes y lo que piensan que hacen sus biempensantes y desmemoriados padres es inmenso.

No hay mayor novedad en ese frente, salvo que ahora los chavales graban su vida en tiempo real y la comparten en las redes. Todo queda registrado y es susceptible de ser exhibido en la calle real de Internet.

Los adolescentes del presente no hacen nada que no haya hecho todo el mundo a los quince años, más allá, quizás, de una sana liberación sexual. Pero ahora lo exponen en una plaza virtual. Aquí es donde se produce el gran salto generacional: en un concierto de Bob Dylan hay 10.000 personas escuchando al poeta y 200 pesados grabando con el móvil. En un macroconcierto de Justin Bieber hay 30.000 críos apuntando al elfo con una Blackberry.

En este nuevo ecosistema, que tiene cosas muy buenas y permitirá a los jóvenes acceder a oportunidades que hace veinte años ni siquiera soñábamos, el concepto de privacidad se ha volatilizado. Los chavales han decidido que su vida es pública y accesible a todos los públicos. Que no hay mayor espectáculo que ellos mismos, el mundo en el que viven, las cosas que les pasan o la explosión hormonal que experimentan sus cuerpos.

Y los mayores aquí vamos a remolque. Podemos echarnos a un lado o tratar de seguirles, con gran riesgo de resultar patéticos dando la murga en Facebook. En este galimatías, hacemos el papel que antes les tocó jugar a nuestros mayores: intentamos protegerlos, con más pundonor que confianza; pretendemos ingenuamente que aprendan de errores que aún no han cometido; legislamos (tarde y a rastras) para que ningún desgraciado se aproveche de los más incautos o de los más osados, sobreprotegemos a las chicas, que siguen siendo las más débiles... Y, en nuestra ignorancia, le echamos la culpa al mensajero.

Pero me temo que los jóvenes no nos van a hacer mucho caso. En primer lugar, porque los mayores hemos perdido mucha credibilidad. Porque por primera vez en la historia les estamos construyendo un mundo que sabemos que va a ser peor que el actual. Y, sobre todo, porque está escrito en la misma naturaleza humana. Los chiquillos se creen invencibles, inmortales, y capaces de decidir por sí mismos y acertar. Pretender convencer a un adolescente de que no haga determinadas cosas con la Blackberry es como vincular el culto a Onán con la ceguera. Una soberana pérdida de tiempo.