El escalatorres Puertollano

MERCADOS

Alfonso XIII experimentó sendos momentos de angustia y de pánico en Santiago de Compostela. Ocurrió el 25 de julio de 1909. El rey había llegado a la ciudad para presentar la ofrenda del Apóstol e inaugurar la histórica Exposición Gallega celebrada aquel Año Santo. 

13 dic 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Y allí, primero en la plaza del Hospital -el actual Obradoiro- y después en la Alameda, se topó con un singular personaje que aceleró su ritmo cardíaco. Se llamaba José Puertollano y se dedicaba a escalar torres de iglesias y catedrales, y chimeneas de fábricas.

Al bajar del automóvil, instantes antes de que el estruendo de las campanas anunciase su entrada en la catedral, el monarca escuchó un estridente grito: «¡Majestad!». Procedía de las alturas, 85 metros por encima de la real cabeza, un lugar solo hollado por los estorninos y los vencejos, a decir  de Prudencio Canitrot. El rey, al igual que sus dos acompañantes más próximos -el presidente del Gobierno, Antonio Maura, y el alcalde Francisco Piñeiro- y todo el gentío que abarrotaba la plaza del Hospital, levantó la mirada. Y allí, encaramada en la punta del pararrayos que corona la Torre del Reloj, divisó una diminuta figura humana que agitaba una bandera y realizaba cabriolas, molinetes e inverosímiles equilibrios. Aún hoy produce grima y vértigo observar la fotografía que, hace más de un siglo, ofreció El Eco de Galicia a sus lectores.

El cabildo le había prohibido a José Puertollano la ascensión, pero el escalatorres granadino, poco respetuoso con las leyes de la gravedad y las trabas burocráticas, trepó de madrugada a la cúspide de la Berenguela. Se ató al pararrayos, se cubrió con un percal, durmió a pierna suelta y colgante, despertó entre una espesa bruma y, después de echarse al gaznate un trago de vino, aguardó pacientemente la llegada de la comitiva real.

NO ERA UN ANARQUISTA

Horas después, a eso de las ocho de la tarde para ser más precisos,  cuando Alfonso XIII abandonaba los pabellones de la Exposición Regional que venía de inaugurar, alguien palmeó su espalda con irreverente campechanía. Maura, rápido de reflejos, sujetó al osado individuo por un brazo y los escoltas del monarca se abalanzaron sobre él. La muchedumbre, tomándolo por anarquista, comenzó a golpearlo y lo hubiera linchado de no haberse interpuesto el periodista Antonio Fernández Tafall a voz en grito: «¡Majestad: es el escalatorres!».

Efectivamente, era José Puertollano, quien pretendía entregar al rey un memorial y solicitar su autorización para escalar, sin cortapisas ni cabildeos, todas las torres de España. La historia, salvo por las magulladuras del hombre-araña, tuvo final feliz. Lo contaba así La Voz de Galicia: «La cólera trocose en carcajadas. A Puertollano, maltrecho, le estrechó la mano el rey».

Puertollano logró su objetivo: el de ganarse la vida con sus ascensiones. El cabildo compostelano, que a su llegada lo había despachado a cajas destempladas, le encargaba ahora pintar las esferas de las torres, enderezar los pararrayos y colocar banderas «junto a las casquivanas veletas». A partir de entonces le llovieron contratos en Galicia y aquí permaneció el escalatorres durante siete u ocho años. Vivía con su amplia familia -vivero de acróbatas- en un carromato gitano, fumaba puros, bebía vino de su bota y escuchaba malagueñas, tientos y sevillanas en un gramófono. Prudencio Canitrot, que charló con él, certifica que solo una vez tuvo miedo el intrépido escalatorres, y no fue a las alturas, sino a morise de hambre.

Puertollano realizó exhibiciones y reparaciones en el cielo de todas las ciudades y numerosas villas de Galicia. Donde no era viable la instalación de un andamio, por su coste disparatado o por las características de la torre, había un hueco laboral y un escenario para el insólito espectáculo. La prensa y el público siguieron, con expectación y el alma en vilo, cada uno de sus trabajos. La colocación de la pesada cruz de piedra que corona la torre de la iglesia de Abades, en Silleda, a 35 metros de altura. La ascensión a las torres de las basílicas de Mondoñedo, Ourense y Lugo. En esta última, durante el San Froilán de 1910, según El Regional, «hizo todo género de locuras: ponerse la chaqueta, fumar un cigarro, hacer equilibrios, colocarse cabeza abajo sostenidos los pies en la veleta...». En Vigo y A Coruña reparó las chimeneas industriales más altas de ambas ciudades: las de Electra Popular, Cooperativa Eléctrica o refinería de petróleo de A Gaiteira. Volvió también a subir a la catedral compostelana para saludar, de pie en la cruz de la Berenguela, pañuelo en mano, al aviador Poumet que realizaba acrobacias aéreas sobre la basílica.

EL RASTRO DEL ESCALATORRES

En Galicia bautizó a algunos de sus hijos, dos de los cuales -Miguel y la hermosa Gloria- siguieron sus pasos y se convirtieron en afamados escalatorres. En Galicia compatibilizó la troupe familiar las acrobacias con las proyecciones de cine al aire libre -el cinematógrafo  aún estaba en mantillas por entonces- en varias villas. Y en Galicia, en Noia concretamente, falleció la esposa del hombre-araña en marzo de 1912, su compañera de acrobacias en el circo de Feijoo donde ambos habían velado las primeras armas de su arriesgado oficio.

Puertollano abandona Galicia hacia el año 1918, no sin antes efectuar exhibiciones en Portugal, de donde fue expulsado tras ser acusado de espionaje. Su hazaña en Santiago, la que asombrara a Alfonso XIII, la repitió el alemán Herman Becker en 1931. Al hacerse eco de este hecho, Vida Gallega advertía de que Puertollano «acabó por matarse en una aventura semejante». La noticia era falsa. Dos años después, Miguel Puertollano, el Miguelito que con apenas tres meses de edad escaló su primera torre en brazos del progenitor, la desmentía en una entrevista: Mi padre, dijo, «tiene ya cincuenta y ocho años y no le permito que trabaje».