Muerte de un arqueólogo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR E XORNALISTA

INTERNACIONAL

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Asad era más bien un erudito local. Había nacido junto a las históricas ruinas de Palmira, el gran tesoro arqueológico de Siria, y era un enamorado de su ciudad

22 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Esta semana, los fanáticos del Estado Islámico han matado a un hombre porque amaba las ruinas. Es decir, era un arqueólogo. Se llamaba Jaled al Asad y tenía 83 años. Los medios lo presentan piadosamente como un académico de renombre, como si solo la excelencia justificase el escándalo por su muerte. La verdad es más conmovedora, pienso yo: Asad era más bien un erudito local. Había nacido junto a las históricas ruinas de Palmira, el gran tesoro arqueológico de Siria, y era un enamorado de su ciudad, un autodidacta que aprendió lo que sabía a través de sus lecturas pero sobre todo por medio del contacto físico, casi íntimo, con las piedras entre las que se crio. Hizo algún descubrimiento notable, como cuando un día se dio cuenta de que en el jardín del museo que dirigía había quedado oculto un cementerio bizantino; pero sobre todo era un propagandista, un entusiasta que llegó a ponerle a su hija el nombre de Zenobia, la mítica reina de Palmira que en la antigüedad se enfrentó insensatamente al poderío del Imperio romano.

Asad dirigió el museo de Palmira durante cuarenta años, pero fue ya al filo de la jubilación cuando hizo su descubrimiento más importante. Hoy podría leerse como una profecía inquietante. Ayudando a una expedición arqueológica polaca, encontró un gigantesco mosaico del siglo III, milagrosamente intacto. Representaba una batalla entre unos seres humanos y un monstruo alado.

Cuando hace unos meses el monstruo alado del Estado Islámico se posó en las cercanías de Palmira, listo para saltar sobre su presa, cientos de voluntarios sirios organizaron una valiente operación de rescate para poner a salvo lo que se pudiera de las piezas del museo. Asad fue uno de los que se encargaron de esta misión delicada, pero, a diferencia de sus compañeros, decidió quedarse. «Aquí he nacido y aquí moriré», dicen que dijo. Y se encerró solo en su museo vacío.

Como era de temer, los yihadistas lo detuvieron nada más tomar la ciudad. Durante un mes intentaron arrancarle un secreto absurdo. Una leyenda supersticiosa dice que en algún lugar de Palmira hay oro escondido. El arqueólogo no habló. Finalmente, el pasado martes sus torturadores lo sacaron a la luz del sol, con un cartel alrededor del cuello que lo acusaba de ser un «protector de los ídolos». Frente a su museo, junto al lugar donde él mismo había encontrado un cementerio olvidado, y ante decenas de personas a las que se obligó a presenciar el espectáculo, un verdugo encapuchado decapitó a Jaled al Asad. Luego colgaron su cuerpo mutilado de una de las columnas romanas en las ruinas de Palmira, para que dos mil años de historia pudiesen contemplar un crimen tal vil. Al poco tiempo, la imagen estaba en las redes sociales. Así son estos extraños tiempos en los que la civilización está representada por los amantes de las viejas ruinas y la barbarie por los amantes de la última tecnología.

No hay oro en Palmira. Lo más parecido es lo que ocurre cada atardecer sobre la ciudad. Lo vi una vez hace algunos años y no lo he olvidado. El sol, que es el único dios verdadero en el desierto, desciende como una moneda incandescente. Su luz anaranjada, en un instante mágico, baña las viejas piedras gastadas por el viento cargado de arena y las hacer brillar. En algún momento, parece del color del oro, aunque sea el oro viejo de la melancolía y la imaginación. No sé a qué hora colgarían los asesinos el cuerpo, y si fue al atardecer. Pero incluso si así lo hicieron dudo que fuesen capaces de entender que ese era el verdadero tesoro que el arqueólogo no quiso revelarles.