El seductor que viajó a la inmortalidad

FUGAS

El pintor japonés Yoshiro Tachibana llegó a Muxía en pleno franquismo, se instaló en la falda del monte Corpiño y convirtió su mansión bohemia en una factoría de reflexiones filosóficas y cuadros  coloristas que variaban de estilo porque su autor se aburría

28 jul 2016 . Actualizado a las 18:11 h.

Yoshiro Tachibana (Sanda-Kobe, Japón, 1941), Nino para los muxiáns, viajó del sol naciente al sol poniente para instalarse en el lugar donde los temporales salvajes caen derrotados, al abrigo del monte Corpiño. Allí, donde las gaviotas le riñen al viento. Era un hombre de paz, nacido una semana después del bombardeo de Pearl Harbour. Vivió el hambre de la posguerra con los soldados yanquis de testigos. El día del Carmen emprendió su última travesía hacia la inmortalidad. Su obra será ahora su voz, como quería, aunque como dice su amigo y también artista Alexandro Cruz, «nunca tivo gran afán de recoñecemento».

Tal vez se hiciese pintor por vagancia, como reconocía, porque su padre era un artista reconocido y aprovechó la genética. Pronto le interesaron Cezanne, Van Gogh, Matisse y Roualt, pero en la Escuela de Bellas Artes de Tokio sintió emoción con las obras de Paul Klee y Chagall. Con 22 años ya manifiesta sus inclinaciones ibéricas montando la peña flamenca Nana. En el 68 se incorpora al grupo de pintores japoneses Bandera Negra y se pronuncia contra la guerra del Vietnan. Luego se embarcó en China, viajó en tren hasta Siberia y pasó por Moscú, Finlandia, Suecia, Noruega y Dinamarca. Como sus cuadros aún no le daban para vivir hizo de pinchadiscos en un barco de pasajeros y de cocinero en Hamburgo. En Kiel descubre las creaciones de Nolde y en Oslo fue a clases de dibujo a la Escuela de Arquitectura y conoce los trabajos de Munch.

Fue en el 74 cuando descubrió Muxía un día de la Barca y lo atrapó para siempre. «Perdí mi patria», decía: «Ya no puedo ser japonés ni gallego. Quería pertenecer a un lugar, pero ya no puedo. Mi pensamiento es japonés pero se está agallegando». Cuando regresó a su tierra sintió que ya no era su sitio y lo atacó la morriña. Nino tenía una cierta inclinación a la bohemia y a las reflexiones profundas. En los últimos años pensaba demasiado en la muerte y que había perdido el hambre espiritual para pintar. Sus obras estuvieron en la Expo Cultural Japón 84 y expuso en Kobe y Sanda. Y nunca dudó en acompañar a los autores locales.

Alexandro dice que tenía «unha mística marabillosa». Su cuadros, opina, podrían convertirse en pentagramas musicales. Yoshiro se fue en el 87 a impregnarse de budismo a Sri Lanka: «La religión y el arte son muy parecidos: ambos son mentira». Viki Rivadulla, artista muxiana, lo consideraba un seductor. Cambiaba de estilo porque se aburría y su objetivo era pintar como los niños, regresar al instinto infantil y dejarse llevar por la vena rupestre. Así eran sus trabajos, entre simbólicos y orientalistas, minimalistas y coloristas. «Supongo que moriré en Muxía», auguraba. Y su marcha silenciosa sonó como un grito atronador.