«Dejad paso al mañana». Leo McCarey, 1937
19 nov 2015 . Actualizado a las 14:46 h.Cuando Leo McCarey recibe el Oscar al mejor director por La pícara puritana confiesa que los miembros de la academia se han equivocado: su gran trabajo del año no es esa comedia en la que Cary Grant e Irene Dunne presumen de su divorcio arbitrado por un perro, sino otro título, Dejad paso al mañana, una reflexión devastadora sobre la familia y el ahogo de hacerte viejo y convertirte en un estorbo que no había tenido ningún éxito.
Una pareja de ancianos sufre problemas económicos y el banco se queda con su casa. Tras el desahucio, el matrimonio pasa a vivir a cargo de los hijos y el relato comienza a repartir bofetadas en la cara del espectador, que se siente identificado con todo lo que ocurre a continuación mucho más de lo que está dispuesto a reconocer. Los hijos se pelean sin parar e intentan regatear sus responsabilidades transformando a los padres en un paquete de mensajería urgente que se van pasando. Por su parte, los ancianos contribuyen a las pequeñas mezquindades cotidianas aportando dificultades a la convivencia e intromisiones propias del agujero generacional. A medida que los acontecimientos desgastan a los dos protagonistas, la película se carga de una congoja que McCarey rebaja al utilizar un recurso contundente y efectivo, aquel que poseen los grandes observadores: el humor. El sutil balanceo de estos dos elementos, risas y lagrimas, convierte Dejad paso al mañana en extraordinaria.
McCarey filma con una cámara-testigo siempre apostada en el lugar idóneo, a la distancia perfecta, allí donde el público puede ver lo que ocurre de forma clara e inmejorable, sin efectismos, retórica ni subrayados. Su estilo es invisible. Parece dedicarse a la poda, como Lubitsch, Ford o Hawks. El punto fuerte de McCarey radica en su maestría apabullante a la hora de generar emoción. En este asunto es un traficante prodigioso. Solo hay que echar un vistazo a las escenas de la casa de la abuela Janou en Tú y yo para comprobarlo, o a las dos secuencias que se desarrollan en el comercio de un tendero con el que el anciano protagonista ha trabado amistad.
En una de ellas entra una mujer con un niño a comprar una revista. El dueño, jocoso, se dirige al niño: «¿Serás bueno con tu madre cuando seas mayor?». El chaval no entiende nada. «Jimmy, contesta al señor», apremia la madre. Y el niño, de forma inocente pero con una ambigüedad primorosa, responde: «¿Qué tengo que decir?».
POR QUÉ VERLA
El argumento es tan similar al de «Cuentos de Tokio» que muchos creen que la película de Ozu es un «remake» o, al menos, ven en la de McCarey un claro antecedente. Son magníficas
Por la solvencia con que McCarey descifra la música de la vejez y lo efímero de la felicidad.