Éramos unos críos cuando la Gameboy llegó a nuestras vidas. Acompañada de los Pokémon Azul y Rojo, se convirtió en un apéndice que llevábamos atado al brazo. Algún compañero intentó colarla en las aulas del colegio Bayón, aunque no tuvo demasiado éxito. Otros probábamos a agacharla debajo de las sábanas para seguir jugando de noche. Nuestros padres, bastante más avispados que nosotros, nos la escondían en algún armario que no podíamos alcanzar con nuestras diminutas piernas. Solían dejarnos jugar alguna tarde y los fines de semana. Con el paso de los meses, y casi todos después de celebrar la comunión, acabamos con una en las manos. Era adictiva, como una droga. Por eso, nuestros padres se afanaban por controlar su uso lo máximo posible.
Siempre me recuerdan que en un cumpleaños nos reunimos los amigos del colegio, nos sentamos en unas escaleras y nos pusimos a jugar. Aquella máquina había conseguido apaciguarnos a todos. ¡Estábamos completamente mudos! Manolo, el padre de uno de nosotros, acertó con el mote perfecto para denominar a aquella caja gris. «É a nova niñera», comentó con su tono de voz tranquilo.
Con la irrupción del smartphone, el control que realizaban nuestros padres con aquella prematura tecnología se ha diluido en las nuevas generaciones. Es tarea imposible encontrar un niño que no lleve pegado, 24 horas al día, un teléfono móvil. Igual de complicado es que carezca de cuenta de Instagram, Facebook, Twitter y Snapchat. Con los padres voraces por controlar sus pasos a cada segundo, los chavales han ganado la partida en el mundo virtual, donde campan a sus anchas. Fenómenos como el bullying, ya han dado el salto del aula al móvil, persiguiendo a las víctimas desde su bolsillo.
Por eso me sorprendió toparme hace unos días con un cartel que rezaba el siguiente lema «Prohibido realizar todo tipo de actividades lúdicas (jugar, comer, beber...). Propiedad privada». Estaba medio dormido, pero me quedó en la retina. Pensé en el mensaje durante días. Sigo sin saber por qué motivo hemos preferido controlar a los niños con un teléfono que dejarles jugar con un balón.
Hace unas semanas fui con unos amigos a jugar un partido de fútbol. Se nos unieron unos chavales que apenas levantaban un palmo del suelo. Mientras nos pegaban una auténtica paliza, un pequeño que estaba fuera del campo le preguntó a su madre si podía unirse. «No, puedes hacerte daño», replicó al instante la mujer y le entregó de vuelta el teléfono móvil.
Con cara contrariada, el pequeño se sentó en el banco, encendió a su niñera y se quedó paralizado. ¿Por qué prohibimos que los niños sean niños?.