El Tour tampoco sacia al «Tiburón»

antón bruquetas REDACCIÓN / LA VOZ

DEPORTES

BAS CZERWINSKI

Después de ganar las tres grandes, Nibali se fija como objetivo conquistar el Mundial

28 jul 2014 . Actualizado a las 18:08 h.

Ni la despedida prematura de Froome, ni el abandono de Contador empañan el autoritario triunfo de Vincenzo Nibali (Mesina, 1984) en la única grande que le faltaba para adornar su notable palmarés. El italiano demostró en el Tour que ayer concluyó en los Campos Eliseos de París que para ganar una carrera de estas dimensiones hacen falta piernas y ambición. Y en esta suma de factores pocos ciclistas pueden igualarle en el mundo. Conquistó cuatro etapas -un guarismo que recuerda a los que solía firmar Eddy Merckx, el mito de la voracidad- y ganó en las tres cordilleras por las que transitó el pelotón -Vosgos, Alpes y Pirineos-. Pero, sobre todo, ofreció una auténtica exhibición sobre el pavés. En la quinta jornada, en el homenaje a la Primera Guerra Mundial, a las batallas que forjaron la leyenda de la París-Roubix y la convirtieron en el Infierno del Norte, allí se destapó el apetito de Nibali. Desafió a los clasicómanos y se lanzó, acompañado de su compañero de equipo Jakob Fuglsang y del belga Boom -el único que luego logró sacarlos de rueda-, hacia la línea de llegada en Porte du Hainaut. A Contador, que apareció en la meta fundido, con la cara teñida de barro, le fueron cayendo los minutos. Froome ya había echado el pie a tierra a mitad de trayecto.

Pero en aquella línea de meta le esperaban admiración y críticas en similar proporción. Parte del mundillo de las dos ruedas había visto en la osadía de Nibali un derroche innecesario de energía, que después acabaría por pagar. Sin embargo, aquel demarraje sobre un terreno plano e incómodo le empezó a poner en bandeja su trono en la capital de Francia. La desventaja adquirida dejaba a Contador sin margen de maniobra. No solo debía atacar, explorar los límites sobre el asfalto durante las dos semanas restantes, sino que ya no podía cometer el mínimo error. El madrileño terminó cinco días más tarde enterrado en el vértigo de un descenso mojado. Sin su máximo rival en el combate, a Nibali le habría bastado con manejar la diferencia obtenida, solo con eso probablemente habría levantado los brazos de igual forma en París.

Pero el siciliano no entiende el ciclismo así, solo lo concibe al ataque, como cuando era un niño y daba pedales por las carreteras de la costa en las calurosas tardes de verano a orillas del Mediterráneo y soñaba con escalar el Etna, el volcán que en la isla donde se crio domina hasta el carácter. Por eso, en cuanto tuvo la oportunidad, Nibali volvió a avivar el ritmo, a cambiar la cadencia para competir contra sí mismo. Era el líder, el más fuerte, y necesitaba el reconocimiento de quienes daban todos los días pedales junto a él, pero también del mundo entero, de quienes estaban viendo el Tour por la televisión y de quienes abarrotaban las cunetas en cada puerto, en cada repecho donde el porcentaje provocaba que los ciclistas se retorciesen sobre el manillar.

Este desparpajo, estas ganas de ganar, de exprimirse sin reservas, de amedrentar a sus contrincantes le valieron el sobrenombre del Tiburón de Mesina. Tenía apenas 16 años y acababa de aterrizar en la Toscana, uno de los epicentros del ciclismo italiano. A partir de ahí, su progresión meteórica. Su nombre retumbaba ya en el continente como el de un futuro campeón. Las predicciones no se equivocaron. En el 2010 se produjo su salto a la primera línea -aunque un año antes ya había acabado séptimo el Tour y se había enfundado el maillot blanco, que lo acreditaba como el mejor joven- . Finalizó tercero en un Giro que no tenía que haber corrido -entró en el equipo por una sanción a Pellizotti- y ganó la Vuelta. Se jugó la victoria en la penúltima jornada contra Ezequiel Mosquera en la ascensión a la Bola del Mundo.

Y aunque el gallego -al que acabaron castigando por dopaje- lo arrinconó contra las cuerdas, Nibali supo sufrir como un veterano y aguantó el jersey rojo hasta Madrid. Y se transformó en un favorito habitual de las grandes. Máxime cuando doblegó en el 2013 a Evans en el Giro, una proeza para sus paisanos, que lo elevaron a la categoría de ídolo. Aquel hito lo superó el de ayer cuando se convirtió en el primer italiano en ganar el Tour desde 1998. Pero el Tiburón sigue con hambre. Ya ha anunciado que ahora quiere un Mundial.