Un cazador (de jabalíes) cazado

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

jabalíes en Mera, cerca del campo de fútbol.
jabalíes en Mera, cerca del campo de fútbol.

Ofreció a sus comensales un banquete a base del animal que dijo haber abatido... y lo pagó caro

29 dic 2019 . Actualizado a las 08:50 h.

Un cazador cazado, una mentira descubierta, una cacería a punta de flecha y una historia real que sucedió hace unos años pero que me gustaría recuperar ahora que un conocido me cuenta la posibilidad de darse un festín en Nochevieja a costa de un jabalí campero que él mismo abatirá en una batida, unos días antes. ¿Autorización para cazar, registro sanitario…? No lo sé. Confío en que sí.

No los tenía el protagonista de esta crónica. Y lo pagó caro. Preparábamos un reportaje en La Voz de Galicia sobre la caza del jabalí con arco y flecha. Como los indios, sí, porque en zonas rurales con poblaciones próximas, donde no está permitido el uso de armas de fuego, sí se puede emplear este método de espera. Escondidos, los cazadores aguardan por el animal subidos a torres de vigilancia camufladas, desde las que disparan sus saetas.

Una agrupación gallega especializada en esta técnica nos guiaba por el monte, en una batida en la que no cazamos ni la ilusión de ver un solo cerdo salvaje. Aunque sí rastros: prados y más prados levantados como campos de batalla. Pero ni un porquiño. Nos acompañaba, previa solicitud oficial, el agente de zona del Servicio de Conservación de Medio Ambiente, hombre afable y erudito en las costumbres del cerdo salvaje, que supervisaba las maniobras del grupo.

«Pues con esto que me cuenta no tengo más remedio que sancionarlo». Multazo y adiós a la licencia de caza

La jornada de iniciación cinegética terminaba con un convite para degustar el preciado manjar en sus diferentes preparaciones en un restaurante especializado, a pie de monte. Al llegar nos recibió el hostelero, presuntuoso y con la bravata en los labios de que nos íbamos a zampar el jabalí que llevaba varios días rondando por su restaurante y que, en un arrebato de furia justiciera, se había cargado de un escopetazo la noche anterior.

En fin… El rostro afable y risueño del agente de zona se tornó brumoso y crispado. Obligado por la presencia del grupo, se remangó con impaciencia y sentenció: «Un momento, ya vengo». Salió del restaurante y volvió de su todoterreno con la libreta de partes en la mano y el aspecto inquisidor de Hércules Poirot: «Me decía usted que ha matado esta noche el jabalí que está asando ahora en su cocina, ¿no?» Y ante la afirmación del hostelero: «Pues con esto que me cuenta no tengo más remedio que sancionarlo». Multazo y adiós a la licencia de caza. Tres años.

Ninguno de los presentes sabía muy bien dónde meterse ni qué cara componer. «Cumplo con mi deber», se justificó el guarda, ruborizado. Ahí termino nuestra cata de puerco bravo, sin haberla empezado siquiera. Y mientras el grupo empezaba a disolverse, salió de la cocina la mujer del restaurador. «¿Saben lo peor? -confesó ella al entrar al comedor-. Que es todo mentira, no lo cazó él, lo compró en una carnicería». Tarde. El orgullo del hostelero ya era mayor que la multa.