Las revoluciones de colores destiñen en todas partes

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

10 feb 2010 . Actualizado a las 02:00 h.

No es solo que el naranja ya no sea el color de moda en Ucrania. También las otras revoluciones de colores, como se les conoce en el argot político, han desteñido en pocos años. El balance de lo que fue todo un fenómeno de la primera mitad de la década no podía ser más decepcionante. La de Serbia ha acabado abriendo la puerta al nacionalismo de extrema derecha, que es hoy la primera fuerza parlamentaria. La revolución rosa georgiana, que en el 2003 aupó al poder a Mijaíl Saakashvili, se ha hundido en la corrupción, las persecuciones políticas y una desastrosa guerra contra Rusia. En Kirguistán, el héroe de la revolución de los tulipanes del 2005, Kurmanbek Bakiyev, se ha visto envuelto en muertes sospechosas de parlamentarios de la oposición y ha llevado al país a lo más bajo de la tabla en corrupción y libertad de prensa.

Y sin embargo hubo un tiempo en que las revoluciones de colores llegaron a parecer el atajo más rápido hacia la democracia. La técnica se repetía casi al milímetro en los distintos países: reunión de todos los opositores en una plataforma cívica, elección de un color o una flor que sirviese de símbolo neutro para políticos a menudo de signo opuesto, denuncias preventivas de fraude electoral? La noche de las elecciones se difundía una encuesta que otorgaba la victoria a la oposición, con lo que al darse a conocer los resultados oficiales la prensa internacional los consideraba fraudulentos sin que nadie viese la necesidad de comprobarlo. A esto seguía el cerco del parlamento o el palacio presidencial por manifestantes que reclamaban la repetición de los comicios. En sociedades inestables, donde el descontento es generalizado, no era difícil atraer multitudes a las protestas, pero su organización no era completamente espontánea, sino que recaía en grupos de jóvenes activistas creados casi de la noche a la mañana. En Serbia se llamaron Otpor, en Ucrania Pora, en Georgia Kmara y en Kirguistán Kelkel. Sus estructuras, métodos y hasta diseños gráficos prácticamente idénticos no disimulaban apenas el hecho de que detrás estaba la agencia norteamericana de cooperación USAID, que formaba a sus líderes con cursillos y los financiaba bajo el epígrafe de «promoción de la democracia». Fue algo así como un calco proamericano de las viejas estrategias de agitprop de la Internacional prosoviética. Los periodistas se encontraban con frecuencia a sus líderes en varias revoluciones distintas, pero se pensaba que el fin acabaría justificando los medios.

No ha sido así. En la facilidad para tomar el poder se ocultaba el pecado original que luego ha impedido gobernar bien. La base demasiado amplia de las plataformas opositoras promocionó invariablemente a antiguos miembros de la nomenclatura como Yúshchenko o Saakashvili, mientras que el apoyo acrítico de Occidente creó una impunidad que ha acabado favoreciendo el autoritarismo y la corrupción. Si hay una lección que se puede extraer de las revoluciones de colores es que la democracia no admite atajos. Ni tiene un color determinado.