Otro hombre ocupa ya el portal donde falleció el indigente coruñés

maría cedrón REDACCIÓN / LA VOZ

GALICIA

La policía sigue sin poder identificar el cadáver encontrado anteayer en un portal de la calle San Andrés.

30 nov 2011 . Actualizado a las 10:28 h.

En el portal del número 48 de la calle de San Andrés, en A Coruña, quedaba un saco de dormir. Era azul añil. Como una reliquia, era la última huella de ese hombre sin nombre que habían encontrado helado anteayer, sobre las dos de la tarde. Pero por la noche, el saco azul volvía a tener dueño. Eran poco más de las diez, hora de recogimiento para los que viven al raso. Personas que se acuestan al anochecer y se levantan antes del amanecer para deambular por las calles en busca de una oportunidad que pocas veces llega.

El nuevo inquilino, Jesús, lo halló allí en ese portal que, según dice, le recomendó una pareja para cobijarse. Porque lo expulsaron del albergue por pegar a otro usuario que descubrió criticándolo. Y cuenta su historia. Real o inventada, eso nunca se sabe, el hecho de llevar más de quince años en la calle, desde que murieron sus padres -que vivían en una casa alquilada- le da cierta manga ancha para aderezar los recuerdos.

Dice que es artista, y como un bohemio de libro recuerda que estuvo en Londres, en Berlín... Pero la realidad es que ahora está en A Coruña, la urbe en la que nació hace más de seis décadas. La verdad, que es dura, es que está ahí durmiendo a la intemperie, en el mismo portal en el que unas horas antes otro hombre, indigente también como él, había dejado de respirar.

Habituado a la calle

Algunos de los que como Jesús viven en la calle incluso pensaron que podía ser él. Por lo menos fue lo que pensó X., que no quiere dar nombre ni deja hacerse una foto. «Me preguntaron y pensé, por la ropa que llevaba, que era él, pero veo que no», dice. Igual que Jesús, X. hace ya mucho tiempo que duerme al raso. Más de doce años.

Empezó a trabajar de pintor con solo catorce, «justo al terminar de estudiar porque entonces aplicaban la ley de vagos y maleantes»; luego entró en una empresa que arreglaba máquinas de discos «de las que marcabas la letra y ponían la canción» y de pinball; pasó por una fábrica de lejía y acabó de camarero trabajando durante unas jornadas maratonianas.

Entonces perdió el empleo, murieron sus padres, se fue a vivir con una hermana y, por problemas de convivencia, la cosa no funcionó. Desde aquel tiempo ha ido mudando de cobijo por la urbe.

Ahora duerme junto a un escaparate iluminado. Llega media hora después de que cierren la tienda. Despliega un cartón que cubre con una sábana y escucha la radio. «Aquí es todo el mundo amable y me dejan estar, los de la cafetería de al lado incluso me dan bollería y tortilla cuando cierran», dice.

Pero confiesa que «es muy duro vivir al raso y hay muchos que no lo aguantan». Pese a parecer que está acostumbrado, indica que lo peor es hacerse con un buen lugar para dormir. Protegido del viento, que no moleste, que no haya ruido, que sea discreto. Parece que lo ha encontrado ya.

Aunque cada vez son más los que tienen por casa las aceras, los portales, los rincones escondidos o los cajeros automáticos. Algunos bancos incluso han empezado a cerrarlos para evitar que los indigentes entren. Los buenos puestos están cotizados. No hay más que ver cómo en un momento el portal del hombre que no tiene nombre tiene ya un nuevo inquilino.