Trabajadores que se abren camino en España ven difícil sacudirse una imagen vinculada a la delincuencia inmigrante
10 abr 2009 . Actualizado a las 03:44 h.Queríamos contar la dura experiencia de los trabajadores inmigrantes rumanos para viajar a su país. Muchos deben recorrer miles de kilómetros en autobús durante al menos cinco días para llegar desde Galicia hasta sus localidades de origen. Desde el Finisterre a Transilvania, nada menos. Son trabajadores, personas que no pueden permitirse un billete de avión. Gente humilde. La que la galopante crisis -de los otrora pujantes sectores siderúrgico, textil, de los curtidos y hasta de la extracción petrolífera, duramente castigados por la competencia de los productos extranjeros- arrojó fuera de su tierra. Se lanzan a la carretera con cien euros y la comida preparada de casa, a veces para arreglar un simple papel en Bucarest, y de inmediato, otra vez al autobús de vuelta a Galicia.
A cuestas llevan la precariedad del inmigrante y el lastre añadido de una nacionalidad con muy mala imagen. Son latinos y la gran mayoría se han integrado bien, pero apenas aparecen en los noticiarios si no es por compatriotas que roban, engañan, chulean o cometen delitos violentos. La historia que deseábamos transmitir era la de los trabajadores. En circunstancias parecidas de emigración -tan penosas- se vieron también los gallegos tiempo atrás. Sin embargo, no pudimos llegar al final de la aventura. Los ladrones se cruzaron en nuestro camino y, por seguridad, hubo que abandonar el intento cuando el bus atravesaba el norte de Italia. El relato -que comienza aquí hoy y continuará en estas mismas páginas los próximos días- tratará de reflejar la peripecia de este viaje Galicia-Rumanía parcialmente frustrado, que se prolongó por tres jornadas.
Es casi medianoche y el viaje comienza un viernes en Vigo, ciudad con una importante comunidad rumana. Al encontrarse, algunos repasan los últimos resultados del Steaua o del Dinamo de Bucarest, los clubes de fútbol más populares de aquel país. El golazo desde el centro del campo que marcó al Celta aquel crac del Barça llamado Gica Hagi aún se recuerda.
Cerca de una gasolinera, un grupo de rumanos no tan afortunados como el Maradona de los Cárpatos -que las clavaba por la escuadra- espera uno de los autobuses también rumanos que realizan estas maratonianas rutas. Llega por carreteras cantábricas, y en Ourense ya se han subido algunos clientes. No tiene un trayecto fijo.
Los viajeros son recogidos después de haber telefoneado previamente al propio autobús en marcha. Desde Madrid o Levante hay líneas regulares españolas que realizan el viaje de una forma más directa, rápida y con escalas en las estaciones de autobuses oficiales de distintas ciudades europeas. Sin embargo, para miles de rumanos trabajadores desperdigados en zonas rurales de Portugal y España, un autocar que se les acerque lo máximo a su residencia, y permita desplazar mucho equipaje, es todo un reclamo. Viajeros y remitentes de bultos se arremolinan alrededor del vehículo, moderno, similar al que utilizan empresas españolas en rutas regionales. La peculiaridad de este autocar reside en que posee otro maletero adicional pegado a la carrocería trasera, y en el humer, un remolque donde estiban maletas y grandes bultos, cuyo típico envoltorio es una especie de hule a cuadros. Los tres conductores van tomando nota, apuntando el destino de la carga y el teléfono del destinatario. Previamente han entregado los que traían en Vigo. Al parecer, el precio del transporte se ajusta al peso, y para tasarlo se utiliza una pequeña báscula de baño.
Me presentan a un veinteañero que viaja a Bucarest acompañado de un niño que espera reunirse con sus padres. Este último habla un poco de español, aprendido tras horas frente al televisor, y dicen que podría servirme de intérprete en alguna ocasión que lo necesite. Con uno de los chóferes me entiendo en inglés sobre el precio del viaje. Cien euros. No hay tique, pero sí dos asientos de primeras filas en que de momento podré ir acomodándome. Me toman nombre y número de pasaporte. Hay quien usa el bus para ir a Portugal y otros llegan de puntos remotos del norte luso para emprender el largo viaje. Prefieren hacer compras más baratas en el lado español y partir desde Vigo. Una vez en marcha, el autobús también llena el depósito de combustible en zona gallega, antes de poner la proa rumbo a Portugal.
Ya en las pendientes de bajada hacia Mos comienza el meneo del manele , un estilo de música balcánico, de rimas repetitivas y ritmo machacón que parece entusiasmar a la parroquia más joven. Desde Viana do Castelo hasta Oporto, pasando por Braga o Guimarães, el bus irá recogiendo, poco a poco, a veces de uno en uno, a los pasajeros. Es un lento proceso de facturar y esperar a que las personas o los destinatarios de los pachete (paquetes) aparezcan en gasolineras, aparcamientos de centros comerciales desiertos, rotondas o polígonos industriales de extrarradio. La pachanga apenas es interrumpida por el calentón resignado del conductor de turno cuando alguien no cumple con la hora o lugar previamente acordados.
El que espera desespera, pero quedan 5.000 kilómetros por delante hasta llegar a Bucarest. Al amanecer en un área de servicio cercana a Oporto, el día descubre que por lo menos un 60% del pasaje es de etnia gitana y ocupa la parte trasera del bus, mientras que los caucásicos nos sentamos delante. Un detalle claramente racista, aunque nadie parece obligado.
Tras los últimos desvíos hacia Espinho y Aveiro, la madrugada discurre con sol en la autopista camino de Lisboa mientras los seis teléfonos móviles que hay sobre el salpicadero del autobús van cantando nuevos avisos de los viajeros-clientes. En una gran explanada reconvertida en el área que albergó la flamante Expo 98 lisboeta, nada que ver con la horrenda estación de autocares viguesa, buses de diversas nacionalidades, incluidos algunos más de países del Este, hacen alto. Del fondo del nuestro se baja un hombre con un brazo herido, con varios vendajes y que necesita silla de ruedas.
Los que se incorporan al viaje en Lisboa cargan con sus equipajes, que incluyen, entre otros bártulos, una parabólica y una pequeña jaula con dos canarios. La ventolera lisboeta hace que la antena salga volando, aunque finalmente es cazada y convenientemente estibada en una de las muchas gavetas del autobús, que porta bultos incluso dentro del cuarto de aseo.
Son las dos de la tarde del sábado y llega la parada para comer. Muchos bajan con bolsas atiborradas de salchichas, queso untable o albóndigas para varios días, improvisando un ágape de campo, que en este caso es sobre asfalto. La bebida bien puede ser agua del grifo de los servicios de una gasolinera.
Coincido en el mismo banco para regalarse el improvisado almuerzo con una pareja gitana. Viven en Braga y viajan a su ciudad rumana: Bistrita, población de notable fama porque el escritor irlandés Bram Stoker situó en ella a Vlad el Empalador libresco -Sighisoara fue la ciudad natal del Drácula real-. El hombre asegura dedicarse a la «obra civil» y el aspecto de sus manos lo corrobora sin paliativos. Ha trabajado en la zanja en España, en Marruecos (Casablanca) o en el Reino Unido (Londres), y seguramente haya pertenecido a la flexible plantilla de una de las subcontratas de las contratas, sobre las que se ha sostenido el hoy malogrado bum de la construcción. En la comunidad gallega no pocos contratistas recurrieron una y otra vez a firmas lusas para levantar sus obras.
Apenas pregunto, pero el aburrimiento de los kilómetros anima la conversación de los pasajeros. Uno de ellos, un camionero rumano que hasta no hace mucho conducía una hormigonera por las carreteras de Galicia. Ahora trabaja con una cisterna recogiendo leche. La crisis de la construcción se nota y parece que algunos regresan a su tierra en esta época no solo para disfrutar de la Pascua rumana, sino también para ganarse la vida en alguna obra o como temporeros agrícolas. El viñedo es un sector en alza en Rumanía.
Sentado cerca de mí viaja un hombre maduro, curtido, vistiendo atuendo de estreno para presentarse dignamente en casa. La emigración lo coge algo mayor. Eso, o que la vida le ha hecho representar más edad de la que en realidad tiene.
Puede que haya sudado lo suyo en obras faraónicas como la que veremos en unas horas al otro lado de la frontera. Es una de esas urbanizaciones aparentemente salidas «de la nada», en un páramo a ocho kilómetros del centro urbano de Badajoz. Cerro Gordo, «barrio emergente» de 2.750 viviendas, con sus colegios, consultorio médico y centros comerciales... sigue en obras y con decenas de grúas en sus 50 hectáreas. Otro monumento a la fiebre del ladrillo.
Abandonamos la Expo 98 para cruzar en dirección sur el puente más largo de Europa, el Vasco da Gama, 17,2 kilómetros sobre el estuario del Tajo. Poco después de entregar dos paquetes en un área industrial, volvemos sobre nuestros pasos de nuevo a Lisboa, a la penúltima parada, donde algún pasajero se ha despistado y hay que volver. Los chóferes juran en arameo y hasta se oye un sonoro «¡siempre hay uno o dos buros (sic) de todo!». Cuarenta kilómetros de más y otra vez, es la tercera, cruzamos el puente Vasco da Gama, azotado por un fortísimo viento.
De camino a España, la actividad de los manguis en las áreas de servicio se deja notar, pero aún se lo montan de forma discreta. Esto a algunos viajeros les produce vergüenza, otros lo consideran solamente un pecadillo. Por muchas cámaras de vídeo que tenga la gasolinera, una sola cobradora poco puede hacer o ver cuando entran de golpe en el establecimiento treinta o cuarenta clientes que han descendido de un autocar. Hay quien no baja bolsa con la comida traída de casa pero come igual sin apenas hacer gasto, aparentemente.
-¡Así está Rumanía! -dice un testigo del mangoneo que practica el clan de «los café con leche», como los llama-. Lo peor está en Madrid -suelta por lo bajo-, pero allí no vamos; y en Italia, con grupos que te llevan hasta la ropa interior si pueden. Peligroso, peligroso.
El cielo se va volviendo gris. De momento, solo un extrovertido joven de piel más lechosa que la mía se interesa por mí. «¿Qué hace alguien como tú en un autobús como este, pudiendo ir a Rumanía en avión?», me espeta en inglés -aunque habla portugués y rumano- y comportándose como el gallito del grupo.
-Ir a Rumanía con rumanos y escribir sobre ello -abrevio.
En Almendralejo hay parada larga. A veces se hacen de una hora, por los descansos que marca el tacógrafo, supongo. En el aparcamiento, coincidimos con otro bus hermano en la empresa que recogió rumanos por el sur peninsular. Se produce trasiego entre ambos vehículos, incluido el del chaval que me presentaron en Vigo, que deja su plaza a jóvenes más locuaces. Proseguimos. Somos 40 rumanos, un spaniolo, dos canarios y una perrita. Tras 24 horas a bordo, aún estamos en Extremadura. Por lo que barruntan los chóferes en un mapa, enfilaremos hacia Palencia, y de ahí a Santander. El ritmo cambia y el bus se come la noche y los kilómetros en la Ruta de la Plata castellana. Los chóferes rumanos demuestran que conducen rápido y seguro. Son muy buenos. Lo normal si se zampan recorridos con 5.000 kilómetros, y otros tantos de vuelta.
De madrugada, hacia Salamanca, casi no se ven coches y en el llano de Castilla apenas destacan como faros los puticlubes de carretera. De prostitución, nada sórdido a la vista. Y eso que me avisaron de que suelen viajar mujeres explotadas, y también esclavizadores que trasladan rumanas de una venta a otra. Quizás haya una candidata a bordo, tatuada, y que baja a orinar exhibiendo un paquete de toallitas húmedas. Pudiera ser.