O Seixo, por los caminos de Bello Piñeiro

FERROL

A orillas de la ría ferrolana, rodeado de bosques y bendecido por las aguas que bajan hacia el mar haciendo girar las piedras de los molinos, reluce cada día el pueblo natal de uno de los más grandes creadores gallegos

21 dic 2009 . Actualizado a las 19:45 h.

También O Seixo, el pueblo natal -vamos a llamarle mejor la villa, si les parece: como ya se le llamó en el pasado- del pintor Felipe Bello Piñeiro, es para muchos uno de esos paraísos casi secretos que pasan desapercibidos gracias a esa otra forma de ocultarse que es estar muy cerca. No siempre sucedió así, claro -quiere decirse que en el pasado fue más visitado el lugar por todo tipo de gentes-, porque hubo un tiempo, quizás no tan lejano, en el que la ciudad de Ferrol tenía O Seixo casi al alcance de la mano. Cosa que, naturalmente, nada tiene que ver con las distancias entre ambas márgenes de la ría, que no han variado, sino con la manera de vivir de una época en la que las lanchas de transporte de pasajeros cruzaban la bahía constantemente, haciendo de las mansas aguas del mar interior un camino siempre abierto, todo lo contrario de una separación, y desde luego jamás una frontera.

Todas aquellas lanchas, que una y otra vez iban y venían, embarcando y desembarcando gentes en los muelles de Curuxeiras, A Graña, San Felipe, A Palma, Mugardos, los astilleros y por supuesto O Seixo, permitían al pintor Bello Piñeiro (1886-1952), a cambio de una cantidad siempre muy modesta, realizar a diario travesías que comunicaban no dos orillas, sino dos mundos absolutamente distintos, por no decir que contrapuestos. Así, al norte estaba un Ferrol labrado a fuerza de líneas rectas e iluminado por la luz eléctrica, mientras al sur, donde las fragas testaban con la ribera, si uno escuchaba con un poco de atención, cuando el sol se había ocultado hasta el día siguiente, no era muy difícil sentir, a los pies de cualquier vieja fuente, los murmullos de los muertos.

En ambos mundos pintaba Bello Piñeiro, casi podría decirse que indistintamente, aunque su espacio natural fuese, sobre todo en años de reveses, su natal villa de O Seixo, donde vivía en una casa que todavía se conserva -hoy deshabitada- y desde la que la cercanía del mar se percibe intensamente.

Un hombre trágico

De Bello Piñeiro, autor de las impagables pinturas murales de la Sala de Conversas del Casino Ferrolano -un prodigio para el que el biógrafo del artista, Andrés Mosquera Rodríguez, pide el reconocimiento de la condición de Patrimonio de la Humanidad-, queda, en forma de sombra que recorre las calles y los rincones, un bretemoso recuerdo en O Seixo. Todavía hay quien, por su edad, llegó a conocerlo bien. Como Encarnación, que lo veía pasear triste, al parecer -contaban ya entonces, hace bastante más de medio siglo...- por cuestión de amores; y también por la relación con su madre, difícil siempre.

Gloria, más joven que Encarnación, no llegó a hablar jamás con el pintor, pero sí lo veía, de niña, siempre muy cerca del regato que atraviesa la villa y abre, al oeste del pequeño puerto, un esteiro que es como un regalo del cielo.

Otra señora, que pasa corriendo -lo de corriendo es una hipérbole, bien se entiende, permítasenos por ser domingo que exageremos ligeramente- para comprar pescado, apunta, sin detenerse, que el pintor «bebía moito e ás veces andaba borracho por fóra», pero que a pesar del alcohol siempre hizo gala de una educación exquisita y de una amabilidad extrema. Pintaba él, en su muy mugardés estudio de O Seixo -villa natal, igualmente, no se nos olvide ponerlo, del aviador (Piñeiro también) que fue uno de los pioneros en lo de surcar los cielos europeos-, paisajes con hórreo y huerta, además de atardeceres de beiramar, niñas vendiendo fruta, barcas flotando en la noche, soles teñidos de rojo, poetas agonizando en el lecho, prados con iglesia de espadaña al fondo, molinos de mampostería modesta, rocas de playa, veleros, buques de guerra y retratos de gente herida por el oficio de vivir en cuyos ojos siempre parecía estar cogiendo fuerzas la tormenta. Fue, por momentos, genial. O cuando menos irrepetible. Por ejemplo, cuando pintando un árbol cualquiera conseguía llevar la historia del mundo al lienzo. Pero a uno, particularmente, parece que le gusta bastante más el Bello Piñeiro de los años oscuros. Aquel al que los sueños de Madrid ya le quedaban lejos. El de los cuadros que no huyen de lo imperfecto. Tan humano. Envuelto en un manto de misterio.