Al rico chocolate en el Callao

TEXTO Beatriz Antón FOTO José Pardo

FERROL

Madre e hijo forman un equipo muy bien engrasado. Mientras ella se camela a la clientela con su simpatía, él amasa con mimo los famosos churros de la casa

06 oct 2008 . Actualizado a las 11:42 h.

Al entrar por primera vez en el Bonilla, uno puede sentir que, hace ya varias décadas, el tiempo se detuvo allí para siempre. Porque en esta cafetería de la plaza del Callao, cada rincón y cada objeto parecen querer hablar del pasado: el viejo reloj redondo que marca las horas en la pared; la antigua pizarra para los resultados de las quinielas; las preciosas molduras blancas de las puertas. Sí, es cierto. En el Bonilla sigue todo igual. Y ahí reside precisamente su encanto.

«Este lugar forma parte de los recuerdos de mucha gente y esa es una de las cosas que más me gustan de él; siento una alegría enorme cuando alguien viene y me dice que aquí se hizo novio de su mujer o que nuestro chocolate era el premio que le daban sus padres si se portaba bien de pequeño», explica María Luisa Rodríguez sin abandonar ni un momento su sonrisa.

Esta mujer alegre, simpática y habladora lleva trabajando entre churros y tazas de chocolate desde hace ya unos veinte años, pero ni ella ni su hijo Alejandro -con el que comparte faena desde hace seis- saben a ciencia cierta en qué fecha abrió sus puertas el Bonilla.

«Mis padres cogieron el local hace más de cuarenta años -cuenta Marisa haciendo memoria-, pero el negocio es más antiguo, porque antes de que ellos llegasen esto ya funcionó durante algún tiempo como oficina de quinielas, con la familia Bonilla al frente, y de ahí le viene el nombre a la chocolatería».

Los padres de María Luisa -Amalia y Ángel Rodríguez- formaban un buen equipo. Ella, como su hija, es muy alegre, y por eso se llevaba de perlas con los clientes, mientras que él, entre cacharros, se ocupaba de los churros en la cocina.

Con el paso del tiempo, Marisa y Alejandro asumieron esos dos papeles de manera natural. De hecho, e ella no le cuesta nada entablar conversación tras la barra de la cafetería -será porque «habla por los codos», dice su hijo entre risas- y a él lo de hacer churros tampoco se le da nada mal. «Cuando empecé a trabajar, mi abuelo ya había fallecido, así que la receta me la dió Manuel, que era un empleado que teníamos aquí hace años», explica Alejandro. Sin entrar en demasiados detalles, al joven no le importa desvelar los secretos de su sabor: «La masa solo lleva harina, agua y sal, pero hay que saber amasarla bien y hacerlo siempre a mano, sin maquinaria alguna».

También confiesa que jamás imaginó que terminaría trabajando en la cafetería de su madre. «Quería hacer una carrera, tal vez Medicina, pero no se me daban bien los estudios, así que me vine aquí», explica echando la vista atrás. Ahora que ya está metido de lleno en el negocio, la hostelería no le parece tan horrible como al principio.

«Lo que más me gusta de este trabajo son las mañanas: ver a las mismas personas todos los días, darles el desayuno... Y comprobar que al día siguiente repiten», apunta con una pizca de orgullo. Alejandro se refiere a la clientela fiel. A personas como Ginés Egea, un madrileño de 98 años que ya era un asiduo del Bonilla cuando María Luisa todavía era una niña. O al armador José Planas. También a la familia Amador.... Todos ellos tienen claro a donde ir cuando les apetece mancharse los bigotes de chocolate. Al Bonilla.

Con Marisa y Alejandro.