Placas o lápidas suelen denominarse las que recogen los nombres de nuestras rúas o que señalan el hecho de que haya nacido en determinado lugar una ilustre persona, aunque ciertamente nos inclinemos como más apropiado el nombre de placas porque las lápidas nos recuerdan más a las que señalan las tumbas en los cementerios. Pues vamos de placas.
Hace tiempo ya que protestábamos sobre la desaparición de algunas. Por ejemplo, la del benefactor Daniel Carballo en la esquina de Rúa Nueva con el Cantón Grande o la de Picasso en Payo Gómez. ¿Qué fue de ellas? Otra voló de la fachada del Teatro Rosalía porque, según nos cuentan, estaba en castellano y ponía Riego de Agua en lugar de Rego da Auga. ¿Es posible que ocurran estas desapariciones sin que los que velan por el buen discurrir de la urbe no se enteren?
Inmersos en el tema también reclamamos a otras instancias que Eusebio da Guarda, Modesta Goicouría o Juana de Vega tengan sus nombres en sendos edificios de la calle Real. O que Picasso sea recordado en el instituto Eusebio da Guarda, porque allí estudió bachillerato y un año después Bellas Artes en el mismo inmueble.
Sobre el recuerdo a personas que «hicieron ciudad», tengamos en cuenta lo que sucedió -y sucede- con el que fuera ministro de Fomento en 1873, Ramón Pérez Costales. La lápida en piedra del nicho de San Amaro donde reposaban sus restos desapareció y fue sustituida por otra de persona distinta. Este prócer coruñés falleció exactamente hace cien años y nadie, a nivel oficial, se acordó de él. Y no digamos la placa de la calle o venela Doctor Moragas (así lo llamó la Pardo Bazán), donde ha aparecido otra inscripción sobre madera, Ramón Pérez Costales. Doctor Moragas. Nombre que ¡ay! no existe en el callejero municipal.