«Ahora todo se pega, ya no se cose; se encuaderna muy mal, hay 'juntahojas'»

A MARIÑA

Durante medio siglo, el viveirense Insua García se ha dedicado a encuadernar y a restaurar libros, un oficio extinto

17 ene 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

El olor a tinta y a papel lo impregna todo en el taller de Emilio Insua García (Viveiro, 1938). Es el bajo de su casa, donde lleva más de medio siglo encuadernando libros, con la ayuda de su mujer, Marisa López González (San Cibrao, 1944), «la oficial», como ella se define; «la máquina de coser», bromea él. El tándem funcionó a la perfección hasta hace dos años, cuando a Marisa le diagnosticaron el raro síndrome de Miller Fisher, una terrible enfermedad de la que ha logrado recuperarse. Desde entonces Emilio solo atiende algún encargo de clientes de siempre y da forma a colecciones propias que había ido aparcando (o a los apuntes de la facultad de su hija).

Impresor durante 47 años

Insua García trabajó en la imprenta Álvaro Santiago de Viveiro durante 47 años. «Un día el jefe me dijo por qué no me quedaba a hacer horas extra encuadernando, y me dio un libro para aprender. Empecé y después de las siete, cuando acababa la jornada, me quedaba», cuenta. Pero en 1964 llegó la mili. Durante la instrucción, en Almería, el comandante pidió la colaboración de los reclutas con conocimientos de impresión para editar un libro, Cartas al coronel , un regalo para quienes se iban a licenciar. Aquella experiencia cambió el porvenir inmediato del joven viveirense. «Yo iba destinado a Ceuta, pero al acabar el libro, no me avisaron como al resto para embarcar en Almería y pensé 'no me llaman, me quedo sin chollo», recuerda.

«El comandante lo había cambiado todo para llevarme con él a Melilla y allí, de entrada, el cabo primero encargado de la imprenta me hizo encargado del taller (del regimiento de Infantería Melilla 52)». Así transcurrieron los quince meses, eso sí, sin permiso para viajar a Viveiro y con carta diaria a su novia Marisa -«Melilla-San Cibrao, San Cibrao-Melilla»-. De aquella época conserva diplomas por buen comportamiento y un premio a la mejor encuadernación. De nuevo en Viveiro, se reincorporó a la imprenta; luego se casó, renunció a las horas extra y empezó a encuadernar en casa. «Y yo comencé de peón», evoca López González, madre, esposa, ama de casa, ayudante y repartidora del taller.

El auge de los fascículos

El bum de los fascículos -«venían las cajas y no teníamos dónde ponerlas»- coincidió con las obras de Alúmina y la llegada de ingenieros y topógrafos, que se hicieron clientes de Insua García. «Las librerías vendían los fascículos y se encargaban de mandármelos a mí para encuadernarlos. Después nosotros les llevábamos los volúmenes y se los entregaban», explica. La encargada de la distribución era Marisa, que llegó a utilizar la rejilla de la parte baja de abajo del carrito donde llevaba a su hijo Emilio Xosé para, al tiempo, transportar los pedidos, que bajaba desde un cuarto piso, donde residían entonces.

Los niños -Emilio Xosé, Antonio Manuel y María Eugenia, Uxi- se criaron entre papeles. «Nunca rompieron nada», recalca su padre. «Les gustaba mucho ayudar a desgrapar los fascículos», comenta su madre. Así empezaba la tarea: retirar las grapas, ordenar, serrar, coser, encolar y colocar las tapas. «Tiene que gustar porque son muchas horas», explica Insua García. La encuadernación manual exige tiempo, paciencia y mucha destreza. Todo por 7,5 euros (el volumen) o, en los comienzos, 47,5 pesetas (un tomo de la enciclopedia Monitor, de Salvat). «Hubo quien quiso aprender..., pero se fueron desesperados», afirma este artesano.

La restauración de libros también constituye un verdadero arte. En cualquiera de las facetas, Emilio siempre ha empleado «materiales de primera calidad», pese al elevado coste. En su taller se usa cola plástica -«empecé con la de carpintero, pero había que calentarla al baño maría»-, que adquiere en Burgos, en barriles de 30 kilos; bucarán (una tela engomada para reforzar el lomo), que compra en Comercial Arqué, en Barcelona, igual que el papel plastificado o semipiel, especial para encuadernación, importado de Holanda. En el lugar donde Emilio y su mujer trabajaron a diario durante cinco décadas se puede ver el muestrario de colores para las cubiertas, el blanco de las guardas (al principio y al final del volumen, a veces litografiado o de color), el cartón para las tapas...

Una guillotina histórica

Junto a los materiales se hallan las herramientas: el martillo de zapatero -«para hacer la media caña del lomo y el cajo (donde se asienta la tapa)»-, un martillo corriente, una sierra y un serrucho más fino, varias prensas (alguna de más de 30 años) y la guillotina -«con la que empezó Neira, que tendrá cerca de cien años y sigue en uso»-.

El oficio está condenado a desaparecer si no lo ha hecho ya, como sostiene Emilio. «Ahora se encuaderna muy mal, hay 'juntahojas', todo está suelto, todo se pega y ya no se cose», lamenta. Con este negocio nadie se ha hecho rico, dice, pero ahora la actividad ha caído, pues cada vez hay menos fascículos, sustituidos en los quioscos por discos compactos, libros o menaje. Y coleccionistas viveirenses como el sacerdote Tomás Moar -«decía 'aos libros hai que valerlles'»- o el médico Francisco Sampedro Galdo han fallecido. Ahora reina el canutillo.