Viernes, 01 de Septiembre 2023, 11:36h
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Una de las experiencias más horrendas de nuestra época nos la brinda pasearnos en verano por cualquiera de nuestras grandes ciudades, eligiendo una calle muy concurrida. De año en año, la indumentaria, tanto masculina como femenina, tiende a hacerse más sintética; y en verano propende directamente al desnudismo. La exhibición de fealdad indumentaria es, en verdad, apabullante; casi tan apabullante como la exhibición de fealdad que se esconde tras las exiguas ropas. Hace algún tiempo, a una periodista muy célebre se le ocurrió lamentar el feísmo orgulloso de las gentes que abarrotaban la Gran Vía madrileña y le montaron un aquelarre terrorífico; pues se interpretó que la repulsión que le producía el espectáculo respondía a razones clasistas. Pero lo cierto es que ser pobre y vestir sin decoro son cuestiones de naturaleza muy diversa: de hecho, la mayor parte de los mendigos que uno se tropieza en la calle visten decorosamente; y, en general, la pobreza suele preocuparse de resultar 'decente', de no mostrar sus remiendos, mucho menos las carnes magras que esos remiendos encubren. En cambio, las gentes que convierten la Gran Vía (u otras calles atestadas de las grandes ciudades) en un desfile del adefesio se distinguen precisamente por mostrar orgullosamente sus carnes (que ni siquiera son magras, sino más bien crasas y colgantes) y por no llegar a remendar nunca sus ropas; pues renuevan compulsivamente su vestuario, con constantes visitas a las tiendas de ropa más sórdidas y chabacanas (en la Gran Vía madrileña hay varias de este jaez, multiplicándose como hongos).
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