Viernes, 09 de Agosto 2024, 10:16h
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Confieso que, hasta ver con mis propios ojos el habitáculo de una de ellas y preguntar qué era aquella especie de extraña y minúscula celda de piedra al lado de una iglesia en Toulouse, nunca había oído hablar de las reclusas voluntarias. De hecho, había olvidado completamente la mención que hace de ellas Victor Hugo en El jorobado de Notre Dame. Seguramente pensé que era una invención del autor. Pero durante siglos las reclusas existieron en muchísimos lugares de Europa (en España se las llamaba 'emparedadas'). Las reclusas vivían encerradas en celdas estrechas, entre paredes selladas, sin puertas, dedicadas por completo al sufrimiento o a la oración, viviendo de la caridad pública. Y si para nosotros la reclusión se ha convertido en sinónimo de castigo infligido por la ley, para muchas de ellas encarnaba la perfección espiritual. Y para cientos de mujeres abandonadas, marginadas y desesperadas, al menos pudo representar teóricamente un último refugio honorable: una tumba en vida. De hecho, la ceremonia de entrada en la celda se hacía con los ritos funerarios.
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