Jonathan H. Pincus ¿Qué impulsa a una persona a matar? La respuesta del neurólogo que se metió en la mente de los peores asesinos
Viernes, 28 de Octubre 2022
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La primera asesina que conoció tenía 13 años. Su nombre, Cynthia. El día anterior a su crimen se había peleado con Mona, una niña de un curso superior. «Voy a por ti», le dijo Mona. Al día siguiente, Cynthia le clavaba un cuchillo en el corazón en el autobús escolar. La prensa de Northwood, una diminuta y apacible localidad de la costa este de EE.UU., publicó detallados reportajes sobre el asesinato: testimonios de niños, padres, profesores, vecinos..., pero ni rastro de la pregunta que inquietó a Jonathan H. Pincus en cuanto supo del caso: «¿Qué empujó a una niña de 13 años a matar?». Fue la primera vez que este neurólogo, nacido en Nueva York, se planteó la cuestión: «¿Qué empuja a alguien a matar?».
Pincus, fallecido en 2015, se pasó las siguientes tres décadas buscando respuestas, hurgando en las mentes de los asesinos. En las de unos 150, concretamente. Por eso, este profesor de Georgetown y jefe de Neurología del hospital de Veteranos de Washington fue uno de los mayores expertos mundiales en conducta criminal. Su libro Instintos básicos: Por qué matan los asesinos, es una obra de referencia entre policías, abogados y jueces en su país, además de recoger una serie de testimonios y relatos que pondrían los pelos de punta al mismísimo Hannibal Lecter.
La mayoría de los crímenes violentos son causados por un seis por ciento de la población. Se trata, por tanto, de una conducta anormal entre el ser humano. Así que, pensó Pincus, algo anómalo ha de haber en la mente de un homicida. Las teorías sobre los motivos que llevan a una persona a matar a otra abundan: genéticas, emocionales, culturales o 'diabólicas'. Por el contrario, las evidencias científicas escasean. Cuando Pincus conoció a Cynthia, en los 70, el campo de la conducta criminal estaba casi en pañales. «Entonces creía que los criminales violentos eran como cualquiera de nosotros, salvo que eran 'malos'. Que habrían sido supervisados inadecuadamente por sus padres y que habían carecido de la disciplina necesaria.»
Pronto cambiaría de opinión. «Lo primero que me asombró descubrir fue que la 'disciplina' experimentada por los criminales que iba conociendo se asemejaba más a la de un prisionero en un campo de concentración que a la de un niño en un hogar.» La madre de un condenado a muerte llamado Bobby Moore, por ejemplo, pensaba «arreglarle la sesera» a palos a su hijo. Y el padre de Charles Whitman, un hombre que mató a 23 personas en Austin, Texas, aseguró que su hijo no había recibido bastantes azotes: «Si volviera a empezar, no sería tan blando con él», afirmó ante el tribunal.
El crimen violento es más habitual entre hombres, con una proporción de nueve a uno. Pero también las lesiones en el cerebro son más corrientes en los chicos: sufren más accidentes y castigos
Pero el maltrato y el abuso infantil no bastan para crear un asesino. Ni siquiera es una circunstancia definitiva. La mayor parte de los niños que lo sufren pueden perfectamente ser personas 'normales'. «Tienen un mayor potencial que el resto de la población, pero —puntualiza Pincus— apenas el diez por ciento de ellos son violentos.» Se trata, más bien, de una semilla. Si se riega, crece y da frutos. Envenenados, para más señas.
Así le ocurrió a Cynthia. La pequeña había sufrido maltratos, pero Pincus vio que ésa era sólo una parte del rompecabezas. La semilla del mal que germinó a sus 13 años había comenzado a ser regada en el vientre materno. Y no con agua, precisamente. Durante el embarazo (y antes, y después) la madre, alcohólica, bebió sin moderación, contrajo la sífilis y tuvo serios problemas en su tiroides. «Una combinación demoledora para el cerebro en desarrollo de un feto», afirma el neurólogo. Detectó también una grave deformación del cráneo, fruto de un parto traumático. Y sumado a los maltratos y las lesiones cerebrales apareció otro elemento: la paranoia. «Su puñalada fue una reacción excesiva ante una sensación desproporcionada de estar en peligro».
El cuadro de Cynthia era demoledor. En ella se daban cita el maltrato infantil, las lesiones neurológicas y una enfermedad mental. Entonces no relacionó estos tres factores, pero a medida que sumaba testimonios, comparaba casos y verificaba teorías, Cynthia marcaría un turbador punto de partida. Después visitó a otros jóvenes asesinos internados en reformatorios hasta que, buscando evitar ambigüedades en su viaje a las raíces del mal, decidió examinar a los individuos «extremadamente violentos», los condenados por asesinato. Y si uno quiere conocerlos, debe visitarlos en su domicilio.
En el corredor de la muerte, Pincus entrevistó a un 'encantador' profesional de cuello blanco llamado Ted Bundy, uno de los más fríos asesinos de la historia, ejecutado en la silla eléctrica por mutilar y asesinar a más de 30 mujeres. «Era maniaco depresivo y había sido objeto de grotescos abusos sexuales.» Pasó largas horas en un psiquiátrico con Russell Weston, un sujeto que entró a tiros en el Capitolio, y mató a dos personas. «Sufría esquizofrenia paranoide. Estaba completamente loco.» Y en prisión, Pincus visitó a un muchacho de 15 años llamado Kip Kinkel, condenado a 111 años, tras cargarse a sus padres y abrir fuego a discreción en una escuela de Springfield, Oregon. «Me habló de voces que lo inducían a matar, de armas en su familia, del abuso paterno y el sentimiento de soledad y amenaza que vivía. Tanto su examen físico como psíquico revelaron anormalidades.» Así, hasta 150 homicidas de los más diversos pelajes. Todos culpables.
Para Pincus la clave es proteger el encéfalo hasta su completo desarrollo, hacia los 24 años. «Una lesión en los lóbulos frontales, la parte responsable del autocontrol, tiene una gran influencia en la personalidad»
Una sola vez temió por su vida. En una cita con un convicto en un psiquiátrico neoyorquino. Se había quedado a solas con él, sin esposas, por aquello de generar confianza. «Era un negro gigante —recuerda—, musculoso. Miraba alrededor. Callado. De repente empezó a gritar '¿Qué quiere de mí?, ¿qué quiere que le diga?'. Se puso paranoico, irritado, amenazante. Ya me imaginaba sobre un charco de sangre cuando entraron tres policías y se lo llevaron.
Desde entonces acudía a sus citas junto con el abogado del sujeto en cuestión. Las sesiones duraban de cuatro a cinco horas, entrevistando y examinando al 'paciente', buscando déficit mentales y neurológicos. La mayor dificultad llega a la hora de detectar el abuso infantil. «Los maltratados, o no lo recuerdan, o prefieren considerar la conducta de sus padres como normal, 'no abusiva'.»
Como muestra un botón, sobrecogedor, narrado por el neurólogo: «El chico huyó de casa. Había hecho algo y pensó que lo castigarían. Al regresar, su padre y su hermana lo tumbaron. Ella lo sujetó por los tobillos y lo descalzó, y él le quemó las plantas de los pies. Horrorizado, le pregunté: '¿Por qué?'. Y respondió: 'Como no querían que me volviera a escapar, me quemaron los pies'. La siguiente pregunta: '¿Pero le harías eso a tu hijo?'. 'Claro —contestó—, si huyera de casa'. En su sistema de valores aquello era normal», subraya Pincus.
Este círculo vicioso se repite especialmente entre los varones. De hecho, el crimen violento es más habitual entre hombres, con una proporción de nueve a uno. Según diversos estudios, el maltrato y las lesiones en el cerebro son más corrientes en los chicos. Entre otras cosas porque sufren más accidentes y los castigos que reciben son más violentos. Además, los niños con lesiones cerebrales y enfermedades mentales presentan un comportamiento que muchos padres no aceptan en el varón e 'invitan' en muchos casos al maltrato.
Las niñas tampoco se libran del abuso. Los moretones y cicatrices en los muslos y la espalda de Cynthia no estaban allí porque se hubiera caído por las escaleras ni por la ventana, o porque la hubiera atropellado un coche. El día que le clavó un cuchillo a Mona en el corazón, Cynthia quería quedarse en casa, tenía miedo, pero se vio atrapada entre dos fuegos. Temía los golpes de Mona, sí, pero tanto o más le aterraba la paliza que le propinaría su madre. Recordó lo que le había dicho: «Si alguien se mete contigo, pégale. Así te respetarán. No te quejes de que te han pegado o seré yo quien lo haga». Cogió un cuchillo, lo escondió en su abrigo y se fue al colegio. Horas después se había convertido en una asesina.
La diferencia entre un asesino en serie y uno 'puntual' es apenas el número de víctimas. «Normalmente, los asesinos son demasiado estúpidos como para evitar que los cojan antes de convertirse en seriales»
Las penurias de la infancia y la crudeza de los testimonios parecen haber marcado sus investigaciones, pero, como neurólogo, Pincus era un experto en el estudio del encéfalo. Para él, la clave es proteger ese órgano vital hasta que alcance su completo desarrollo (hacia los 24 años). Y, asegura, es fundamental que esté sano para poder superar la tara de un entorno abusivo o frenar un impulso paranoico. «Una lesión en los lóbulos frontales, por ejemplo, la parte responsable del juicio, la atención o el autocontrol, tiene una gran influencia en la personalidad. Y es ahí donde residen los mayores déficit neurológicos de los asesinos», sostiene.
El entorno social y cultural, la educación y el uso de ciertas sustancias influyen sobre nuestra conducta. «Las drogas, sobre todo el alcohol, son determinantes en el 70 por ciento de los homicidios, asegura Pincus. La intoxicación imita y agrava los efectos de una lesión en los lóbulos frontales. Si bajo su influencia no se censuran con eficacia los impulsos en una persona normal, imagínese si uno tiene el cerebro dañado.» Incluso, admite, la violencia mediática puede jugar cierto papel. «Muchos criminales estaban fascinados con imágenes violentas que veían una y otra vez. Eso puede contribuir a la desinhibición de sus instintos o a dar ideas sobre formas de actuación», concede.
«La mayoría de estos individuos conservan, en buena medida, su libre albedrío», aclara Pincus. «Muchos son responsables de sus actos y la sociedad debe protegerse de ellos»
Pincus no trataba a 'sus' homicidas con compasión. Su trabajo es apenas un intento por comprenderlos. Piensa que calificarlos como simples monstruos limita el entendimiento de los factores que se entrecruzan para crear un asesino. Pero la responsabilidad última del crimen, advierte, compete al criminal. «La mayoría de estos individuos no son autómatas. Conservan, en buena medida, su libre albedrío. Muchos son responsables de sus actos, y la sociedad debe protegerse de ellos. No me gustaría ver a uno en la calle sólo porque estuvo bajo tratamiento», aclara. Especialmente si se trata de un asesino en serie.
Pincus ha conocido a 15 'psicópatas de película'. Y afirma que no es gran cosa lo que los diferencia de los homicidas 'vulgares'. «Suelen ser más astutos y su motivo para matar, más idiosincrásico y difícil de identificar —asegura—. Sus víctimas son humilladas, golpeadas, torturadas, desmembradas y, en ocasiones, devoradas para exaltar un sentimiento de poder. Muchos de los tipos con los que he hablado reconocen que se sienten estupendamente tras haber matado. 'Es lo que se merecía'. Si bien, muchas veces, la diferencia entre ambos tipos de homicidas es apenas el número de personas a las que han liquidado. Normalmente, los asesinos son demasiado estúpidos como para evitar que los cojan antes de que evolucionen hasta convertirse en seriales.»
La prevención, como en casi todo, es la clave. Para Cynthia, declarada culpable de asesinato a los 13 años y condenada a rehabilitarse en una institución mental, el tratamiento llegó tarde. Para otros que hubieran venido detrás, no tanto. En EE.UU. funcionan hoy programas para prevenir la violencia tomando en cuenta esos factores -maltrato, lesiones neurológicas y enfermedades psiquiátricas- que, sostiene Pincus, son determinantes para dar forma a un asesino. «Si nos deshiciéramos de uno de ellos, del abuso, sobre todo, obtendríamos un gran cambio en el comportamiento de esas personas con enfermedades mentales y neurológicas. Y una sociedad menos violenta».
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