Aunque Gramsci pretendía que el hombre moderno «puede y debe vivir sin religión», lo cierto es que al hombre moderno le sucede lo mismo que al hombre antiguo: su vocación hacia el misterio es irrefrenable, porque forma parte de su naturaleza; y cuando la naturaleza se reprime o amputa, esa vocación natural recurre a sucedáneos que alivien la amputación. Entre los sucedáneos que el hombre moderno abraza para suplantar la religión se cuenta, desde luego, la ideología, a través de la cual trata de instaurar un quimérico Paraíso en la Tierra (con los resultados de todos conocidos); y también la ciencia sin método científico, la ciencia convertida en superstición.
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