Cuando hablamos de ‘Año Nuevo’ estamos, en realidad, rindiendo homenaje a dos útiles artificios culturales: el calendario y el reloj. El calendario nació para poner orden en el ciclo litúrgico; el reloj, para dividir la jornada en porciones y alabar a Dios siete veces a lo largo de cada una (nuestras horas no son más que la popularización desnaturalizada de la ‘hora canónica’ del breviario que guía la oración de los monjes). Ambos inventos –reloj y calendario–, al crear una medida abstracta del tiempo, quebraron la continuidad de la vida; y nos obligaron a regir nuestros hábitos por sus dictados, de tal modo que nuestro sueño quedó ligado a la ‘hora de dormir’, del mismo modo que nuestra hambre quedó asociada a la ‘hora de comer’, en lugar de que sueño y hambre estuviesen dictados por la mera necesidad.
