Siempre que podía, viajaba de noche. Me refiero a hace muchos años, cuarenta o más. Y a viajar en moto, o automóvil. Las carreteras no eran tan buenas como ahora, los viajes eran más lentos y cuando tenías uno o varios camiones delante y muchas curvas, podía ser horroroso. Por eso prefería salir de Madrid hacia la medianoche para llegar a mi destino al amanecer. Me gustaba la carretera desierta, la cinta negra de asfalto con las marcas centrales iluminadas por los faros, la cabeza despejada para pensar. Cuando dejé la moto y me pasé al automóvil, escuchaba música de la que contaba historias –canciones de Juanita Reina, Carlos Gardel, Los Chunguitos– en la soledad de la noche, manteniendo a raya el sueño con los cafés solos dobles que tomaba en las ventas de carretera, en mostradores con llaveros, navajas de Albacete, cassettes del Fary y de Bambino, habitados a esas horas sólo por algún camionero insomne o una pareja de la Guardia Civil.
