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Patente de corso

Una historia de Europa (LIV)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 12 de Mayo 2023, 10:28h

Tiempo de lectura: 3 min

Aunque la influencia de Italia en el Renacimiento fue fundamental, pues desde allí irradió casi todo, el fenómeno en el resto de Europa no se limitó a la simple imitación en plan copieta, sino que tuvo rasgos propios, específicos de cada lugar. Lo que pasó fue que los aires nuevos con su ansia de libertad humanista, las modas importadas y los caracteres propios impulsaron en todas partes el pensamiento moderno y abrieron la puerta no sólo a las artes y las letras, sino también a la física, la astronomía, la geografía, las matemáticas, el comercio y la filosofía política. Y detalle fundamental: en Flandes, Francia y España (la expansión mediterránea de catalanes y aragoneses tuvo mucho que ver con eso), pero también en Inglaterra y el sur de Alemania, nació un capitalismo chuleta, más audaz y sin complejos, que creó nuevas fortunas y cambió las viejas relaciones del dinero con el poder. Comerciantes de tronío como los Fúcar alemanes o los Coeur franchutes, que acabaron siendo banqueros de emperadores y reyes (con sus préstamos tuvieron a más de uno bien agarrado por las pelotas), se convirtieron en indiscutibles millonetis de los siglos XV y XVI. Y también hubo otro cambio importante: los gremios artesanos, con sus caducas limitaciones medievales, se vieron superados por industrias libres dirigidas por hombres nuevos. De ese modo, la tradición dejó de pesar sobre los negocios. En el norte, el puerto de Amberes se hizo dueño del cotarro; la manufactura inglesa de paños inundó el mercado europeo; la marina holandesa, más espabilada y al día que la hanseática, se enseñoreó de los mares y el comercio en aquellas aguas; y los marinos portugueses, buscando rutas comerciales con Oriente, abrieron un melón que pronto sería saboreado por los navegantes y descubridores españoles. Y parece mentira: cuando miras los mapas de entonces, asombra que un espacio geográfico tan pequeño en relación con el resto del planeta como era Europa, aprisionada entre el Atlántico y la fuerte presión del Islam, acabara desarrollando tanto poder e influencia mundial como alcanzaría en los cuatro siglos siguientes. Pero lo cierto es que así fue, y uno de los fenómenos más interesantes que allí se alumbraron fue el de las nacionalidades; así que ya podemos hablar de países específicos en un sentido más o menos de ahora. En la peculiar España (donde ocho siglos de romperse los cuernos con el Islam lo condicionaban todo), el Renacimiento no fue una ruptura con el pasado, sino que se combinó con la tradición, asentándose de modo tardío y con interesantes características propias (Nebrija, Vives). En Francia, al contrario, las maneras italianas se impusieron pronto y con éxito (incluso en la moda del vestir), hasta el punto de que toda una reina gabacha, Catalina de Médicis, legítima del rey Enrique II (mediados del XVI), pertenecía a la poderosa familia florentina de ese mismo apellido. En Flandes, Holanda y Suiza destacaron tanto las artes (Van Eyck, Van der Weyden, Brueghel, El Bosco, Holbein) como el comercio y el pensamiento político. En cuanto a Alemania (Durero, Cranach), de modo parecido a como ocurría en España, también tuvo el Renacimiento caracteres locales muy específicos; pues, más que una recuperación de lo grecolatino, lo que hubo allí fue una intensa reivindicación del antiguo espíritu germánico (Arminio en Teotoburgo contra las legiones de Varo, para entendernos); y a eso contribuyó mucho la reforma protestante que con Lutero y compañía iba estando a punto de caramelo para poner Europa patas arriba. Con todo eso, fue la ciencia la que en el Renacimiento alcanzó cotas nunca vistas desde la destrucción del mundo antiguo, superando con mucho a griegos y romanos. En una primera fase, lo que hicieron los científicos (más o menos) fue recuperar y poner al día el conocimiento de los autores clásicos, haciendo posible que en siglos posteriores (a partir del XVII) y basándose en ellos, la ciencia desarrollara nuevos descubrimientos. De cualquier modo, el renacimiento de la ciencia fue admirable: en 1538 trazó Mercator el primer gran mapa del mundo, cinco años después Vesalio publicó su famoso libro de anatomía De humani corporis fabrica, y otros sabios de postín (Paré, Falopio, Servet, Harvey, Paracelso) revolucionaron la cirugía y la medicina. El polaco Copérnico (echándole pelotas a la vida) recuperó a Aristarco de Samos al afirmar que la Tierra no era centro del universo y era ella la que giraba en torno al sol; Kepler desarrolló la idea, y Galileo Galilei, al socaire de todo eso, formuló los principios modernos del pensamiento científico fundando la física moderna y comiéndose de paso, la pobre criatura, un marrón como el sombrero de un picador cuando la santa madre Iglesia, que no se resignaba a dejar de controlar cuerpos y almas, lo hizo procesar por la Inquisición.

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