Me gusta mucho el cabo Finisterre. Por varias razones es uno de mis lugares favoritos, simbólico, indomable, preñado de Historia: un mito que desde hace miles de años fascina la imaginación de los seres humanos. Cada vez que me asomo a él, sobre el acantilado del monte Facho y a la sombra –figurada, porque para mí siempre está nublado y llueve– de su faro legendario, pienso que allí termina realmente el Camino de Santiago, en los innumerables barcos que durante siglos se perdieron en sus rocas –por algo se llama aquello Costa da Morte– y también, inevitablemente, en los legionarios romanos de Décimo Junio Bruto, que contemplaron sobrecogidos cómo el sol poniente, con una llamarada que parecía incendiar las aguas, se hundía en el mar camino de las siniestras Regiones Oscuras, pobladas de tinieblas y monstruos marinos.
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