La Voz de Galicia

Corazón partío

Ourense

Isaac Pedrouzo

14 Mar 2020. Actualizado a las 05:00 h.

Hacía frío allí. Podía notar como las manos me olían diferente.

A los 16 años nada huele como ha de hacerlo. Nadie, mucho menos yo. Pero tenía 16, o no, suelo confundirme a menudo con mi propia edad.

Pensaba en comerme la vida, alguna entrepierna también, pero todas las dudas imprecisas que todavía no me atrevía a preguntar derrumbaban todas mis expectativas. ¿Cómo son las perspectivas de lo desconocido? Hacerme adulto me estaba costando demasiado. Pero hacía frío.

Lo sé por mi odio inherente hacia la sensación de que el anorak de Zara me hacía más gordo de lo normal. Lo sé porque siempre le escapo al verano. Asco de verano y su manía de obligarte a ser feliz todo el tiempo. Lo sé porque los meses de sol solía refugiarme detrás de las persianas torcidas de nuestra vieja casa. Ojalá un día pudiesen contar algunas cosas que a ratos quise decirte y nunca me atreví.

En la radio FM del walkman -aparato musical portátil casi inútil en sus características pero eficaz en su cometido- Alejandro Sanz lloraba alegre tras la letra de Corazón Partío cada cierto tiempo, calculado eso sí, de manera precisa para que no se fuese del todo de tu cabeza. Entre medias yo me enamoraba de un modo irreparable de Gwen Stefani. Rubia de mentira, resultona y de afinación dudosa al cantar.

Es en invierno que las calles -mis calles en este caso- se vuelven una paradoja ridícula. Las aceras están repletas de gente, parecen más pequeñas, distintas, y uno se vuelve más torpe al caminar. Tropiezas, te disculpas. Pero solo sucede en invierno, con el frío de febrero.

Me refugié de mi paseo entre bamboleos irremediables en las galerías del Parque. Ámbito obligatorio para las relaciones sociales. Sexuales en algunos casos. Utópicas en el mío.

Al fondo, a modo de cobijo sanador, estaba Peggy Records, una tienda de discos donde soñé protagonizar mi propia película. Gwen me miraba desde la letra N con su vestido rojo sosteniendo crédula una naranja.

Alcé la mano para hacerme con el cedé. Unos dedos, un poco más veteranos que los míos, evitaron el gesto. Era Jose, bajista de una banda vanguardista que vivía a medio camino entre el punk pop y el garage, y que, por su nombre, debían de tener algo pendiente con una marca de chicles sin azúcar. Él sostenía azorado aquel disco de Alejandro Sanz que desgastaba listas de éxitos.

-A ver nene, yo no puedo comprar este despropósito delante de toda esta gente -me decía mientras se colocaba el flequillo de nuevo.

-Puedo hacerlo por ti, todavía no tengo ningún tipo de reputación -afirmé convincente.

Me acerqué al mostrador entre los cuchicheos pretenciosos de los asistentes. Carlos, un tipo del que nadie recordaba ya su melena, me despachó amable, prudente en su opinión.

A pocos metros esperaba Jose. Escondió bajo la chaqueta el disco y se fue apresurado.

Lo vi horas después. Acurrucado con su novia en una cafetería observando la portada.

Yo me quedé mirando, allí, con toda la verdad, la misma que guardé hasta hoy.


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