El Gesar de Ling
Opinión
03 Mar 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Hay algo hipnótico y extrañamente emotivo en escuchar poesía en una lengua que uno no conoce. Se percibe el ritmo, la rima, las inflexiones dramáticas del recitador… En definitiva, todo lo que es la poesía, salvo el significado preciso de las palabras. Entonces entiende uno que, incluso si desaparece ese significado, queda todavía la música y una gran parte de la belleza, que no dependen de si el poema dice esto o lo otro. Me ha ocurrido a mí escuchando esta semana en la radio inglesa un recitado del Gesar de Ling recogido en las solitarias y frías montañas de Tíbet. Había oído hablar de este poema épico, antiguo en más de dos mil años, que narra las aventuras del mítico rey Gesar desde su mágico nacimiento hasta su muerte, incluyendo sus batallas y luchas contra un elenco casi interminable de demonios; pero nunca había leído ni escuchado antes esta gran obra.
Decir «gran» es quedarse cortos. El Gesar de Ling es al menos veinticinco veces más extenso que la Odisea, más largo incluso que el Mahabarata hindú. Aunque, en realidad, nadie conoce su extensión, porque se ha calculado que cantarlo entero llevaría varios años. Solo se recitan fragmentos, y esos fragmentos pueden durar horas, a menudo días y a veces semanas. Los bardos que cantan el Gesar son capaces de recordar un millón de versos sin la ayuda de un texto, entre otras cosas porque por lo general son analfabetos y el poema no se ha puesto por escrito nunca, al menos completo. Ellos dicen que no lo han memorizado, y cuentan historias de epifanías y revelaciones en las que es el propio rey Gesar el que se les aparece en sueños y les coloca todo el poema en la barriga, que ellos creen que es la sede del habla. Solo pueden recitarlo en trance y, para poder recordar, unos necesitan ponerse un sombrero determinado, otros mirar un espejo de bronce en el que aseguran que ven la historia desarrollarse ante sus ojos.
Uno llega a sospechar que el Gesar de Ling no es en realidad un texto, sino que nace de lo que cada bardo inventó en su momento y otros aprendieron de él. De ese modo se ha ido tejiendo esa vasta alfombra colorida de historias, tan inmensa que nadie se la sabe entera ni cabe en ningún libro. Hay una aventura en la que el rey Gesar viaja a un país cuyo nombre se parece fonéticamente a Alemania para luchar contra un demonio cuyo nombre es fonéticamente similar a «Hitler» y los estudiosos creen que esa parte la concibió en tiempos de la Segunda Guerra Mundial un bardo al que le llegaron vagas noticias de la tragedia europea. Se cree que el nombre del propio rey Gesar proviene del «César» romano importado a través de Bizancio por los nómadas turcos. Es una historia que contiene todas las historias, un texto con vida propia que fluctúa y evoluciona por sí solo en el boca a boca de los siglos y los cantores.
La revolución cultural china, que se empeñó en destruir tantas cosas, quiso destruir también el Gesar de Ling. Se asesinaba a los bardos y se prohibió pronunciar el nombre del rey mítico. Pero, de alguna manera, el poema sobrevivió en un rincón de la memoria del pueblo y, cuando fue posible otra vez, volvieron a sucederse los sueños mágicos, y el rey volvió a introducir el poema en la barriga de los bardos, de los que hoy se cuentan exactamente cien. Uno de ellos es al que escuché yo esta semana, en un programa sobre el Tíbet. Y aunque no entendía lo que decían los versos, me llegaba a mí también la voz lejana del rey Gesar y de las noches de invierno en el techo del mundo.