Ada Colau y el rey Boabdil
Opinión
12 Aug 2015. Actualizado a las 05:00 h.
La nueva alcaldesa de Barcelona acaba de descubrir lo que millones de españoles ya sabíamos antes de que ella accediera al cargo que hoy ocupa: que predicar es mucho más fácil que dar trigo. Ada Colau nos confiesa atribulada, ¡pobrecita!, que llora «de rabia y de impotencia» por no poder atender las peticiones de ayuda que le llegan: «A diferencia del activismo social en el que he estado muchos años, ahora no puedo actuar para dar respuesta a casos individuales».
A Colau le pasa, pues, lo que a Boabdil, último rey moro de Granada, a quien su madre afeó llorar como mujer lo que no había sabido defender como hombre. También Colau, en un acto mucho más trascendental de lo que parece, llora como activista lo que no puede defender como alcaldesa.
Tal confesión, de la misma Colau que durante años ha puesto a caldo a gobernantes de todos los colores por no haber hecho lo que a ella le parecía pan comido, la realiza la alcaldesa cuando apenas se ha asentado en su sillón de regidora, tiempo más que suficiente sin embargo para que la hace nada activista radical haya comprendido que gobernar es solucionar muchos problemas muy complejos con recursos muy escasos para atender necesidades muy diversas, cuando no contradictorias.
De hecho, solo la insolente superioridad moral de la que han estado y están aún poseídos sin excepción los políticos de los partidos emergentes permite entender su convencimiento, tan fatuo como ingenuo, de que ellos resolverían de un plumazo lo que los partidos tradicionales no podían. Una imposibilidad que, ¡por supuesto!, al decir de los emergentes, no resultaba más que la consecuencia de la maldad intrínseca de unos gobernantes que disfrutaban con el paro, los desahucios, la pobreza infantil y, en general, el abandono de los desamparados.
Han bastado unas semanas para que Colau y todos los que, como ella, llegaron al poder sin albergar ningún género de dudas sobre lo fácil que iba a resultar torcer al brazo a la dura materialidad de la gestión, aprecien tanto lo falso de su optimismo infantil como lo injusto de sus críticas indiscriminadas. Ahora, frente al principio del placer (quien gobierna hace lo que quiere) se impone el de la realidad, que permite solo hacer lo que se puede, que es mucho menos de lo que suelen querer quienes gobiernan.
Quizá por eso, visto el duro hueso que han de roer todos los días, Mareas, Ahoras, Ganemos, Podemos y demás candidaturas del buenismo radical se dedican a cosas de importancia primordial, como cambiar los nombres de las calles, quitar banderas constitucionales, retirar bustos y retratos de los reyes o hacer a los okupas guiños demagógicos. Todo con tal de no enfrentarse a esa tontería de gestionar el poco dinero disponible para mejorar la vida de quienes confían en que sus gobernantes, en lugar de crear problemas, los resuelvan.