La cara más leve de una polémica estéril
Opinión
27 Jul 2015. Actualizado a las 05:00 h.
Quienes más saben de esto son los enamorados, que, heridos por un flechazo del travieso Cupido, van corriendo al taller de tatuajes para que les grabe en la espalda o en la nalga izquierda «Federica y Matías se aman». Porque lo que suele suceder es que un año después, cuando Federica y Matías ya no se quieren ver ni en pintura, aquel tatuaje se convierte en una dramática evidencia de lo equivocado que resulta tratar lo transitorio como si fuese eterno, y de lo difícil que resulta hacer el amor ocultando una nalga. Lo curioso, sin embargo, es que la gente sigue picando en estos cebos, hasta el punto de que la gran industria de hoy no es hacer tatuajes, sino borrar las promesas eternas que el simple paso del tiempo convirtió en infantiles errores.
Y algo así sucede en la política de baja estofa con los bustos, las estatuas, las placas conmemorativas y los nombres de las plazas y calles de las ciudades. Porque son nombres que se ponen bajo los efectos de un flechazo patriótico o ideológico, y que después hay que andar borrándolos y cambiándolos con una actitud infantil perfectamente comparable a la de Federica borrándose de la nalga izquierda el amor de Matías.
Lo que debía estar prohibido es improvisar cada día los nombres de cien calles, dar medallas a quien después se les retiran, ofrecer doctorados honoris causa a quien después resulta ser un imbécil, y colar por la vía fácil -generalmente sentimental o aduladora- honores más que dudosos que se quieren transferir a la historia.
La cuestión es tan chusca y tan deprimente que, si usted camina por su ciudad, leyendo los nombres de sus calles, se llevará la sorpresa de que el 90 % de los honrados con tal premio son para usted perfectos desconocidos; y que el otro 10 % son precisamente los próceres circunstanciales, impuestos en medio de la polémica, que los nuevos ayuntamientos quieren cambiar por nombres que, como es lógico, no tardarán más de dos o tres años en ser perfectos desconocidos. Mal está que Ada Colau pasee el busto de Juan Carlos I por los pasillos de la casa consistorial barcelonesa en busca de un rincón donde almacenarlo. Pero peor está que lo que debería ser una representación institucional y regulada del jefe del Estado, perfectamente funcional y transitoria, se haya convertido en España en una forma de adulación barata e inconsistente que el simple paso del tiempo o el avance de los procesos políticos convierten en un premio discutible y anacrónico.
La devaluación de los honores, las medallas, los doctorados honoris causa y los días de luto oficial es en España un chusco y pavoroso dislate, que primero genera héroes de poco recorrido, y después exige demoler la memoria a cada paso. Claro que todo esto no es un problema. Solo es la muestra de que, como dicen en Forcarei, «o que non ten que facer busca».