VISITA AL MAESTRO
Opinión
VIVIR SIN SER VISTO / César Antonio Molina
19 Jul 2001. Actualizado a las 07:00 h.
Donde quiera que se produzcan, incluso en estos últimos meses en el hospital, las tertulias con Amparo y Eugenio Granell han sido siempre divertidas, instructivas y algo nostálgicas. Eugenio, después de un tiempo de internamiento, a sus casi noventa años, ha superado algunas dolencias y regresado a su casa-estudio-museo de la calle Príncipe de Vergara, a donde voy a visitarlo como tantas otras veces. Antes, ambos fumadores empedernidos, me recibían en medio de una nube de humo que a mí, recalcitrante antifumador, se me hacía a veces irrespirable. Ahora, ella lo ha dejado y él me dice resignado que sólo fuma una docena de pitillos. Sólo he conocido otro caso como el suyo: María Zambrano. Esta pareja de nonagenarios, fuertes y resistentes como robles a las intemperies históricas del siglo XX y también al humo, serían un buen reclamo publicitario para la industria tabaquera. Viendo a Amparo y a Eugenio, a pesar de los achaques, con tan buena pinta y humor, nadie diría que se han fumado plantaciones enteras de esa hoja. Charlamos en su amplia sala de estar rodeados de libros, fotos históricas, sus últimos cuadros sin finalizar y otros dos objetos simbólicos y sentimentales muy importantes en su vida. Un gran cartel de la CNT editado en la guerra civil; y un banderín con la enseña republicana cuya tricolor, a pesar de los años, mantiene el brillo. Una de las noticias que más le han entristecido es el reciente fallecimiento del profesor Benítez, el antiguo rector de la Universidad de Puerto Rico durante los años en que vivieron en la isla, un gran amigo de los republicanos españoles a quienes ayudó, entre ellos, a Juan Ramón Jiménez. Amparo evoca algunas anécdotas del Premio Nóbel e insiste en desmentir el tópico del poeta como un ser intratable. De entre los nombres de los españoles recordados surge el de un buen pintor gallego muy olvidado, Botello Barros. Le comento que estamos a punto de inaugurar la antológica de Cándido Fernández Mazas. «Cándido era muy amigo de los hermanos Dieste, de Gurméndez y de Fernández Mezquita». Eugenio describe su estudio de la calle Lope de Vega. «Recuerdo que pintaba como Matisse. Fue del Poum como yo y colaboró en el Combatiente rojo durante la guerra civil». A lo largo de su vida Eugenio ha ido tomando notas de todo. Amparo va al fichero y me entrega unas cuantas cartulinas. Una de ellas dice: «A Cándido le debo saber cómo cortarme el pelo». Le pregunto a ambos que cuál es esa forma. Granell se encoje de hombros y Amparo le dice que haciendo rizos con una mano y dando tijeretazos con la otra. De nuevo saco otra ficha y vuelvo a leer en voz alta: «Me encuentro con Cándido en Valencia y me comentan que lo persiguen los jesuítas y que por eso sólo come nueces». ¿No sabía que las nueces fueran un antídoto clerical?, apunto yo y todos sonreímos. Eugenio, que sabe ejecutar varios instrumentos musicales, entre ellos el violín, se muestra apesadumbrado de no haberlo logrado con la gaita. Le gustaría haber sido uno de aquellos gaiteros gallegos que, en el desfile de San Patricio, en Nueva York, se hacían pasar por irlandeses. Sus pulmones de fumador no le respondían como sus manos maestras de violinista, escritor y pintor. Amparo comenta que su violín requiere de un violero, maravillosa palabra que pocas veces he oído frente al galicismo, luthier. «Yo también lo necesito», comenta Eugenio carraspeando. Y así pasamos esta tarde calurosa de julio en Madrid, viajando de Ourense a Nueva York, de Santo Domingo a Puerto Rico, de París a Cangas de Morrazo, como si tal cosa.