Nápoles y el amor
Fugas
Blasco Ibáñez también amó la ciudad y sus contradicciones, ese convivir de la miseria y la belleza, como si ambas fueran allí tan irremediables como su naturaleza sísmica
19 Sep 2025. Actualizado a las 15:12 h.
Nápoles me ha dejado nostálgica. Es una de esas ciudades que vives y sueñas al mismo tiempo, como cuando besas a alguien añorando ya el siguiente beso, temiendo que no suceda nunca. No ayuda mucho escuchar en bucle una canción que me he traído del barrio de los españoles, esa cuadrícula donde vivía la soldadesca en el siglo XVI, cuando Nápoles era virreinato y los palazos no se habían dividido en mil pedazos. Hasta hace poco las guías decían del «quarteri» que era un sitio inhóspito, ahora es pobre y turístico al mismo tiempo, con sus banderolas de colores de balcón a balcón, sus trattorias casi asomadas a la via Toledo y sus grupos de visitantes buscando el famoso mural de Maradona. Al dios de Nápoles prefiero encontrármelo dibujado en cualquier pared desconchada de Sanitá o del Pallometto de Santa Lucía, al que nos lleva Erri de Luca, nuestro guía turístico napolitano. S. me lee párrafos de El día antes de la felicidad mientras esperamos un bus que nos lleve a Possilipo. En un balcón sobre el mar veremos caer los rayos sobre la bahía y esa ciudad que «parece empujada hacia la colina por el mar». La frase, o la idea de la frase, es de Blasco Ibáñez, que también amó la ciudad y sus contradicciones, ese convivir de la miseria y la belleza, como si ambas fueran allí tan irremediables como su naturaleza sísmica, como el miedo y la admiración que despierta su irreverencia, ese saltarse las normas y obviar al estado que quizás allí pasa de largo, como la tormenta, que barre momentáneamente el Vesubio y el castillo del Ovo y la Riviera de Chaia, donde vivieron un tiempo Gómez de la Serna y Carmen de Burgos. Qué buen destino para amarse y para escribir. De la Serna ambientó un cuento en la Galería Príncipe, que mantiene intacto el lujo y el principio de desigualdad que gobierna esta ciudad. Dentro hay una librería preciosa, quizás diseñada por los mismos interioristas de las mansiones de Sorrento. El rapero, que escucho por recomendación de una chica que nos sirve una cerveza en un bar de esos que no tienen más que un portal y unas sillas de plástico en una plaza sin árboles y sin esperanza, se llama Geolier y nació en Secondigliano, un lugar donde una no imagina el amor, y, sin embargo, ahí está su L'ultima poesía.