La Voz de Galicia

Un sueño imposible

Barbanza

Maxi Olariaga

30 Aug 2015. Actualizado a las 05:00 h.

Caminar sobre la arena húmeda, sobre ese piso de nácar atomizado, y dejar que la espuma viajase eternamente de ida y vuelta entre los dedos de sus pies era su divertimento de verano. Eso hacía cada mañana recordando a su madre. Entornaba los ojos y enseguida podía sentir el amparo de su mano guiándole en la frontera líquida de la playa. Divagaba hasta conseguir viajar en el tiempo. Poco a poco las voces y los pasos, las risas y los juegos de antaño, se instalaban alrededor de su vida y lentamente iban conformando el paisaje de su infancia. Recordaba aquel bañador de tirantes y el pelotón de plástico que la brisa siempre devolvía a sus pies.

Mientras su madre, sentada sobre una toalla escaqueada como un tablero de ajedrez, se daba crema en los hombros y en las mejillas, él iba y venía con un balde amarillo a llenarlo de agua y vaciarlo en un pozo que había horadado en el arenal. Recordaba que su intención era volcar la mar toda en aquel diminuto agujero. Iba y venía cada vez más angustiado al ver que no podría cumplir su deseo hasta que, desesperado, se refugiaba en el regazo de su madre que reía y reía al comprobar su frustración. Entonces le sobrevenía otro recuerdo. La piel de mamá olía a brea y a canela. Muchas veces, en la soledad del invierno, aquel aroma perdido había asaltado su sueño y lo había subido a un carrusel de caballitos de vidrio.

Daba vueltas y vueltas hasta perder la noción del tiempo. Ante sus ojos, aún inocentes, desfilaba a toda velocidad un arco iris de luces en medio del que, cada diez segundos, vislumbraba el rostro amado de su madre siempre feliz, siempre bella, siempre sola. Aquella mañana de julio, mientras paseaba sobre una alfombra de algas rescatadas del naufragio de su vida, recordaba todo aquello como algo que había sucedido centenares de siglos atrás. Escudriñó el filo incandescente de la navaja que a lo lejos separaba la tierra de la mar y en un momento dado le pareció adivinar una mano amada que le animaba a ir a su encuentro. Se hizo el silencio. Un silencio de algodón y plumas lo envolvió hasta que se sintió ingrávido. Y apareció el aroma. Aquel perfume de brea y canela. Entonces se hizo a la mar y nadó durante horas. Por la tarde, cuando el sol se ponía, un niño dio la voz de alarma. Un anciano flotaba boca abajo como una botella sin mensaje acompañando el vaivén de la marea.


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