Quince años ha tardado Suecia en rectificar. En el año 2009 se convirtió en uno de los primeros países del mundo en digitalizar la escuela, cuando la educación a través de las pantallas era un síntoma de modernidad y de compromiso con el futuro. Pero quince años después de aquella decisión, los nórdicos han certificado el deterioro general de los chavales en competencias críticas hasta el punto de considerar que habían «perdido el rumbo». Para recuperarlo, los suecos se han propuesto garantizar que cada niño tengo al menos un libro de papel por asignatura, que los dispositivos digitales estén fuera del alcance de los más pequeños y que los críos vuelvan a trepar por los árboles y a cortar papel con las tijeras, interesante objetivo político expresado de manera literal por uno de los ministros del Gobierno.
Hay otros lugares del mundo en el que los ordenadores y los smartphones están proscritos. El más radical no es una tribu de esos psicólogos que consideran el móvil la heroína del siglo XXI. Se llama Silicon Valley y, allí, en los colegios de los directivos de Apple no hay ni tabletas ni ordenadores. Lo llamativo es que hace ya ocho años, una barbaridad en términos de desarrollo tecnológico, Bill Gates reconoció que administraba el acceso de sus hijos a los teléfonos. «No los tenemos en la mesa cuando estamos comiendo y a los chicos no les dimos móviles hasta que cumplieron los 14 años», declaró en el año 2017. El mismo Steve Jobs fue muy claro cuando presentó el iPad: «En la escala entre los caramelos y el crack esto está más cerca del crack».
Hace unas semanas, durante la grabación del reality de aventuras Salvaxe, que TVG estrenará el próximo lunes, los concursantes fueron despojados de sus smartphones mientras duró su permanencia en el programa. El día que se metieron los dispositivos en una caja fuerte acusaron la despedida pero todos, sin excepción, reconocieron al finalizar la aventura que lo mejor de la misma había sido su aislamiento tecnológico.
La alerta está clara, pero reparar un error suele ser difícil. Lo pensamos con cada figón con ramen que abre en el casco vello mientras echa el cierre el de las viejas empanadillas.