José Manuel se jubila después de 15 años siendo portero: «Los vecinos se ofrecieron a pagarme más para igualar la pensión y que me quedara»

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MARCOS MÍGUEZ

José Manuel lleva 40 años controlando el tránsito de Linares Rivas, en A Coruña, seguramente una de las calles con más porteros de la ciudad. «Soy el primero de todos en entrar», dice

06 nov 2024 . Actualizado a las 10:27 h.

Es un oficio en peligro de extinción, pero la calle Linares Rivas de A Coruña parece vivir ajena a esa realidad. Al menos ocho edificios cuentan con alguien que controla la puerta de la comunidad. Seguramente, incluso, sea la vía con más porteros por metro cuadrado de la ciudad. «Se está perdiendo la figura de portero, porque cuando se muere la gente mayor, los hijos venden los pisos, y los que vienen, no quieren portero. Lo hacen todo ellos», cuenta José Manuel, que lleva 14 años vigilando el paso del número 18 de la calle. Es el encargado de que el inmueble funcione, al menos de puertas para fuera, correctamente. Se encarga de limpiar el portal, también las escaleras una vez a la semana, de pedir el gasoil cuando se acaba, de recoger la basura, de repartir el correo en los buzones, de entregar piso por piso los paquetes que van entrando, que hoy en día son unos cuantos... Sí, José Manuel sabe perfectamente quién está en cada vivienda y quién está fuera en todo momento. Son muchos años ya, y tiene en la cabeza los horarios de trabajo, a qué hora entran y salen. Unos minutos en la planta baja son suficientes para hacer una cuenta rápida de las veces que puede decir «buenos días» a lo largo de la mañana. También de indicar a qué piso deben timbrar los que entran un poco despistados. «No, el gestor es en el sexto», les aclara.

 Es un edificio de 11 plantas, a razón de dos viviendas por cada una, puede no resultar excesivo, pero hay que sumarle que en las dos primeras plantas hay un despacho de abogados con cerca de 60 personas en plantilla. Al principio, confiesa, se esforzaba en retener los nombres de todos, pero cada vez se hacía más complicado, porque hay muchos que solo están por unos meses, y «se plantó». Se sabe los de siempre. Como el de Dolores. «Por ella igual suelto una lagrimita cuando me vaya».

Porque su presencia en este portal tiene los días contados. Apenas le quedan dos meses y medio. El próximo 20 de enero, cuando cumpla los 65, se jubila. No está especialmente triste. De hecho, tiene ganas. «Estoy contando los días uno a uno», apunta. «Ellos ya lo saben. El primer presidente que tuve, don Julio Carral, que ahora ya tiene noventa y tantos, pero está estupendamente, saca y mete el coche, y eso es mucho en este garaje, me decía: ‘Quédate, total esto lo llevas muy bien. ¿Cuál es el problema? Podemos hablarlo y te igualamos la pensión'. Porque yo me voy cobrando 300 euros más que ahora por las bases de cotización... Pero no, no».

Lo tiene muy claro. No hay quien le haga cambiar de parecer. Le ha marcado mucho ver cómo algunos de sus amigos ya han fallecido. «¿Tú sabes lo que vas a durar? A mí si me dicen que voy a llegar a los años que tiene él, 92, y estando como está, pues igual me quedo cuatro o cinco más, pero como no lo sabes...».

A partir de mediados de enero, sus planes pasan por no hacer nada... O en todo caso, dedicarse a sus hobbies, como la pesca. También quiere intentar que su mujer, que lleva más de 20 años trabajando, «y el suyo sí que es un trabajo duro», se retire. Sus jornadas no lo son tanto. Hace un horario de ocho horas al día. «De todos los porteros de la calle soy el que entra primero. A las ocho ya estoy aquí y salgo a la una para comer. Vuelvo a las cuatro y me voy a las siete. Los demás, generalmente, entran a las nueve. Los sábados y domingos, nada. Alguna vez te llaman porque pasó algo: no funciona la calefacción, quedó abierta una puerta...». ¿Y vienes? «¿Qué vas a hacer? Si estoy aquí en Coruña, sí, pero si estoy en Corcubión, que tenemos una casita, pues no puedo».

Él no vive en el edificio, a diferencia de otros compañeros de la calle. «Si hubiera vivienda para el portero, tendría que vivir, es obligatorio. Es un chollazo, no pagas agua ni luz, ni calefacción, ni nada. Pero también es un marrón, porque una vez que vives aquí, estarías todo el día trabajando. Si ya te molestan los fines de semana sin estar, imagínate viviendo... Te estarían llamando constantemente. De esta manera, aún puedes decir que no estás...». Pero si la vivienda, ubicada en la milla de oro de la ciudad, cayera en sus manos, seguramente no se la quedaría. «A mí me regalan un piso aquí y lo tengo que vender porque no lo puedo sustentar. Están pagando más de 200 euros de comunidad al mes, eso es casi como una hipoteca pequeña», asegura. 

IMPARCIALIDAD

Más allá de sus quehaceres diarios, a José Manuel lo suelen reclamar para múltiples tareas. Que si una bombilla no funciona, que si hay que purgar los radiadores, porque al encender la calefacción no funcionan... A todos los vecinos los atiende por igual, aunque es sincero cuando dice que valora mucho a quienes se portan bien con él, e incluso le hacen un detallito en fechas señaladas. «Hay gente que te lo agradece y gente que no te lo agradece. ¡Claro que lo tienes en cuenta! Hay que tener mucha paciencia».

Él la tiene, y aparenta imparcialidad aunque haya sus más y sus menos entre los vecinos. «Aquí no encuentras a dos que se lleven de maravilla, de yo voy a tú casa, y tú a la mía, no, no. Los hay incluso que no se hablan... Hay rencillas como en todos los edificios», explica. «Pero, aunque no seas imparcial, tiene que parecer que lo eres —añade—. Yo puedo hacerte a ti muchas cosas en tu casa, pero a la de enfrente le tiene que parecer que a ella también. Si me llama, yo cojo la escalera, subo, sé que no le voy a hacer nada, pero subo. ‘Mire, es complicado, mejor que llame al electricista'. ‘No, hombre, si solo es cambiar el cebador', me dicen, porque la teoría se la saben toda. ‘No, mire, yo no me atrevo, mejor que llame'». Hay de todo, vecinos con los que tiene cierta amistad, de los que incluso guarda una copia de las llaves por si hay imprevistos, y otros que son «odiosos».

Es un edificio relativamente tranquilo, cuenta José Manuel. Ayuda mucho que haya varias plantas con oficinas y varias viviendas vacías, en las que no hay que recoger la basura. Suele pasar a las cuatro de la tarde, hace otra vuelta a las seis por si alguien se ha olvidado de sacarla al rellano, y a veces incluso hace otra más. Cuando acaba con el orden del día suele estar en la puerta. «No se te puede colar nadie. Igual viene un trabajador de una compañía de teléfono o internet y le tengo que decir que no puede entrar, aunque quiera ofrecerles tal, no puede. Charlo con el resto de los compañeros, el de al lado, que es de Cádiz, es muy majo, o dentro, en el cuartito que tiene en el portal...». «Nunca en 14 años me he sentado en la silla. Me da vergüenza que me vean sentado y digan: ‘Este no hace nada', mejor me voy para dentro, me siento allí, y cuando veo que entra alguien por las cámaras, salgo», apunta José Manuel, que puede ser la persona que más fichada tenga esta céntrica calle de A Coruña. En realidad, lleva 40 años viendo cómo la gente transita por ella. Antes de ocuparse del número 18, estuvo 25 años trabajando en la sala de juegos Río, a escasos metros. «Era agotador. Si en un colegio ya cuesta trabajo aguantar a tantos chavales o puede haber follones, imagínate allí... Además, eran un montón de horas, hasta las tantas de la madrugada, sábados y domingos. No había horario. Y era muy duro ver a la gente perder dinero, enganchada a las tragaperras. Recuerdo un redero, de cuando estaban ahí delante los pesqueros en el puerto, que siempre venía nada más cobrar. Un billete, otro, pum, pum... hasta que me decía: ‘Tírame el sobre'. Una vez le dije: ‘Tira para casa', se había gastado mil, dos mil euros... no sé. Lo vi tres días después y me dijo: ‘Ay, si te hubiera hecho caso. Al ir para casa, paré en Cuatro Caminos y lo fundí todo'».

UN GREMIO OLVIDADO

No se arrepiente de haber cambiado, sin duda su actual trabajo es más agradable. La oportunidad se la ofreció Carlos, un vecino de la casa que paraba por Río, porque se jubilaba el portero anterior. A pesar de que un tiempo atrás había rechazado otro puesto de encargado, por ser en el mismo edificio que el salón de juegos, esta vez aceptó. Recuerda que fue a la junta de la comunidad a presentarse, y uno de los vecinos, que era conselleiro de la Xunta, le dijo que tenía que llevar guardapolvos, un uniforme que conserva a día de hoy. «Para mí es más para que le dé caché al edificio, los pisos aquí son carísimos, le llaman la milla de oro».

Han pasado varias décadas desde su paso por el recreativo, pero la memoria de esos años sigue intacta. «Hace poco entró una procuradora a trabajar en este edificio y le dije: ‘Cómo me suenas', me dijo que sería de pasar por la calle. Y le contesté: ‘¿Pero tú no te llamas Paloma? ¿No parabas en Río?', se puso toda colorada... », dice José Manuel, que lamenta el olvido en el que se encuentra el gremio. «Obligaciones todas, derechos ninguno. No tenemos ni convenio».

Él mira por el futuro, por la generación que tomará su relevo, porque apenas le quedan unas semanas de compromisos laborales. Y, aunque está muy ilusionado, seguro que también echará de menos esos momentos en que lo reclaman para tomar un trocito de tarta.