EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS. Me sentí Alicia en este corazón palpitante de Eurasia o Marco Polo fascinado por la Ruta de la Seda. Mi primer viaje a Kazajistán fue una revelación personal de tal magnitud que siento que en otra vida nací allí
14 oct 2024 . Actualizado a las 09:09 h.La portada de mi libreta de viaje a Kazajistán es Alicia en el País de las Maravillas de Disney. Mi personaje animado favorito. En septiembre, tuve la ocasión de pasar del mundo imaginado al real y comprobar si los kazajos velarían algún tipo de secreto de la felicidad, como planteaba en mi reportaje anterior. La respuesta es sí, tras diez días en el país más grande del mundo sin salida al mar y cargado de magnetismo a través de sus increíbles paisajes, tradiciones ancestrales, identidad nómada y deliciosa gastronomía. Pero «lo más» es la amabilidad de su gente. Me impresionó que a una desconocida como yo le brindaran la mayor de sus sonrisas, la invitaran a comer a sus casas y colmaran de regalos de su tierra. ¿Cómo puedo no adorarla? Hasta me dejaría adoptar por las cándidas abuelitas, que me recordaban a la mía. En un vasto territorio de 2,7 millones de kilómetros cuadrados conviven más de 100 etnias diferentes y se acarician Occidente y Oriente, originando un lugar de intensos contrastes. Quizás sea la clave de su hospitalidad. Como el etnónimo (kazajo significa ‘espíritu libre’), así me sentí a más de 7.000 kilómetros de casa. Hubo un cambio de chip que transformó mi forma de ver la vida. El gusano se volvió mariposa.
PRIMERA PARADA: ASTANÁ
Primeros de septiembre es una época perfecta para ir. Te libras de la congelación o el achicharramiento en Astaná, que alcanza -40 grados en invierno y +35 en verano. Aunque es la capital más joven del mundo, se respira en ella la esencia del paso de la Ruta de la Seda. Arquitectos como Norman Foster o Kisho Kurokawa dejaron su impronta en edificios icónicos en medio de la estepa infinita y semidesértica. Su aire futurista se palpa en el Museo Nur Alem de la Expo 2017, la torre Bayterek de unos cien metros de alto, inspirada en la leyenda del pájaro Samruk o Ave de la Felicidad, la pirámide del Centro de la Paz y la Reconciliación, la icónica y gigante carpa del área comercial Kan Shatyr, la Ópera de Astaná, la Universidad de las Artes, el Museo Nacional de Kazajistán que nos habla de la vida en las yurtas, la veneración al caballo, la huella de Gengis Kan y el símbolo arqueológico nacional: El Hombre de Oro. Otra parada obligada: la Gran Mezquita, la más grande de Asia Central.
Fui en Astaná a la celebración de los V Juegos Mundiales Nómadas. Más de 2.000 participantes de 89 países, con España compitiendo por primera vez. La ceremonia inaugural, que contó con la superestrella Dimash Qudaibergen, me impactó. A un periodista del Canal 24 le dije que para mí superaba la de los Juegos Olímpicos de París. Subrayó el presidente Tokayev que el deporte era «símbolo de respeto y solidaridad». Así fue el ambiente de los World Nomad Games. Agradeciendo ver vida más allá del fútbol, se pudo disfrutar de juegos étnicos fascinantes, como tiro con arco a caballo o el kokpar, la cetrería, lucha, intelectuales como el togyzkumalak, las tabas... En la categoría Power Nomad lo dio todo el «hombre más fuerte de España». «Era un reto —me contó Joan Ferrer— porque las pruebas que tenía que realizar se salían de lo que estoy acostumbrado a hacer en el mundo del strong man, que es mi deporte. Fue muy interesante y muy divertido. También los Juegos Nómadas nos permitieron conocer no solo un poquito de Kazajistán sino un montón de culturas, ya que había equipos de diferentes partes del mundo. Fue muy bonito convivir con ellos. Recomendaría la experiencia». Además de destacar la artesanía del fieltro y la joyería, Sara me enseñó su labor en croché a modo de montura ecuestre de lo más cuqui justo antes de posar la menda con chicos de más de dos metros de altura y chicas de rasgos bellísimos. ¡Menuda genética!
«Los Juegos Nómadas nos permitieron conocer no solo un poquito de Kazajistán sino un montón de culturas, ya que había equipos de diferentes partes del mundo»
¡A comer! Nada más regresar a Galicia busqué una carnicería con carne de caballo. Su cocina autóctona la elabora de mil maneras. Exquisitas. Probé el supersaciante beshbarmak en el Saksaul y me di otro festín en el Daididau. De lo más curioso fue el sabor de la leche de yegua y camella, especialmente la bebida kumis. Me gustó.
Volé de Astaná a Aktau, y encontré otro panorama (no la orquesta pero todo se andará) a orillas del Caspio, que es lago: camellos y caballos, por un lado, e industria extractora de petróleo, gas y uranio, por otro. Enfocada en su despegue turístico, de esta localidad parten rutas hacia Mangistau, una región tan fascinante que no sabría decir si era un fotograma de Star Wars o Marte cuando vi Bozzhyra. Antiguo fondo de océano, este desierto de acantilados de vértigo y rocas surrealistas es infinito, colosal, blanco como el azúcar. Encoge el alma. Visité la mezquita rupestre Shakpak Ata de 600 años, enclave de rituales sufíes sagrados, y el cañón Kapamsay, otra destacada belleza geológica de la zona.
En Almaty, la antigua capital, no pude resistir la tentación de comprar en el Green Bazaar una manzana que saboreé a trocitos cual reliquia —pues ahí está el ADN primitivo de la fruta—, un abrigo bordado llamado shapan y su famoso chocolate, tras pasear por el parque Panfilov donde una llama «eterna» rinde tributo a 28 guardias kazajos claves en la derrota a los nazis en Moscú, y la catedral ortodoxa de Zenkov, otro icono que milagrosamente sobrevivió a un terremoto de magnitud 8 en el año 1911. La ciudad es preciosa, arbolada y acunada por la cordillera Tian Shan, con China al otro lado. Subí en teleférico a 3.200 metros de altura superando el complejo deportivo Medeu y alcanzando el premiado Shymbulak Ski Resort. A los pies de la gran montaña nevada volví a tocar el cielo en Kazajistán, donde en 1961 aterrizó Gagarin que se convirtió en el primer humano en orbitar la Tierra. Otro hombre golden. Como cada uno de nosotros.