Carlos Holemans: «Mi padre fue espía, templario, condenado a muerte en Bélgica, denunciado por bígamo por su suegra... Y tardé años en descubrirlo»

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Carlos Holemans, de adolesecente junto a su padre, Karel Holemans, y en un retrato reciente en blanco y negro.
Carlos Holemans, de adolesecente junto a su padre, Karel Holemans, y en un retrato reciente en blanco y negro.

«Mi abuela materna es uno de los grandes villanos de esta historia», revela el prestigioso creativo. Un «Juego de Tronos» en la Europa de la Segunda Guerra Mundial vivió Karel Holemans, pintor bohemio condenado a muerte por ser espía alemán. Karel empezó de cero en España, donde medró y se enamoró de Teresa, una comadrona con la que tuvo el hijo que hoy publica «Los espías no hablan»

23 oct 2023 . Actualizado a las 23:52 h.

Los espías no hablan, o no lo hacen a la manera del resto de los mortales. Los espías son jeroglíficos. Lo sabe Carlos Holemans, creativo de prestigio, que fue presidente del Club de Creativos de España y de la agencia de publicidad El Laboratorio, y que ha hecho campañas para grandes como Mercedes-Benz, Yoigo, Iberdrola o Endesa. Pero su mayor empresa ha sido su investigación para averiguar quién era, en realidad, su padre. A Karel Holemans quizá le conozcan por alguno de sus cuadros. Uno de ellos está en el museo del parque de Castrelos. «En Vigo, mi padre estuvo un año, en torno al 45... Allí había una colonia alemana muy importante desde la Primera Guerra Mundial. Muchos alemanes se establecieron allí para proveer de carbón a los barcos que cruzaban por Finisterre. (Era el momento en que el wolframio gallego se exportaba a la Alemania nazi). Hubo un gran tráfico de obras de arte. La deuda que tenía que pagar Franco a Hitler por la ayuda en la guerra civil se pagó en buena parte con wolframio gallego. El caso es que mi padre llegó a Vigo en los peores años de la posguerra española ¡y vendió 18 cuadros en una semana!», cuenta Carlos. «Sospechoso, ¿no? Debió de crearse en aquel momento una burbuja de venta de arte, al que mi padre fue como la abeja al panal de rica miel».

Este es solo un capítulo, o una de las subtramas, la gallega, de la gran aventura que es la vida Karel Holemans, una especie de Valle-Inclán flamenco o Quijote entre los gigantes de la guerra que vivió las barbaries de mediados del XX. Fue agente secreto, espía doble y, además de bon vivant reincidente, fiel caballero de la Orden del Temple. «Toda mi vida supe que mi padre era un personaje singular. Karel murió cuando yo tenía 16 años, era mucho mayor que yo. Cuando nací, tenía 52 años y yo no sabía a qué se dedicaba... Lo poco que sabía era que había sido pintor», cuenta Carlos, que a su padre no lo llegó a ver pintar nunca. En casa, sí había caballetes y tubos de pintura que «tenían nombres preciosos». Esos nombres son los que Carlos ha elegido para los títulos de los capítulos de Los espías no hablan («Blanco de plomo», «verde inglés», «gris wolframio»), la novela de aventuras, rigurosamente documentada, que descubrió Carlos Holemans al poner un pie en todos aquellos sitios que había pisado su padre.

Karel Holemans, en 1945 en Vigo, recibiendo el premio como ganador de un concurso de pintura.
Karel Holemans, en 1945 en Vigo, recibiendo el premio como ganador de un concurso de pintura.

Karel Holemans fue un misterio para los suyos. «Ni siquiera mi madre sabía. Cuando mi padre murió, ella se había confeccionado una versión que era un poco la narrativa familiar. ‘Tu padre trabajó para una organización que se dedicaba a sacar a los que estaban perseguidos en Bélgica’, decía ella. Cuando empecé a investigar, me di cuenta de que estuvo condenado a muerte en Bélgica por haber sido espía de los alemanes. Y descubrí que años más tarde estuvo en Palamós colaborando con los falangistas para hacer pasar la frontera a los fugitivos que huían de la represión tras la Segunda Guerra Mundial... Protege a unos para que escapen de los alemanes, pero está condenado a muerte por agente alemán y, años más tarde, colabora con los falangistas para que los colaboracionistas lleguen a América a través de Barcelona. No me encaja...», pone sobre la mesa.

Hace ya 12 años, un día Carlos encendió el ordenador y se vio al fin con «los arrestos y los recursos para emprender una investigación». Su expedición fue ardua. «Pero tuve un pretexto fabuloso, y es que tengo un hijo en Bélgica».

DE VIAJE AL FLANDES PROFUNDO

Tener a su hijo en Bélgica fue, para Carlos, un billete de ida y vuelta de rescate a la memoria. Carlos se movió por las pequeñas ciudades del país, «que, en realidad, es como una urbanización», teniendo como base Amberes. De allí se movió a Malinas, a la casa natal de su padre en Averbode, «el Flandes profundo». Fue como ir a las montañas de Ourense, al corazón de la Ribeira Sacra, ríe. «Descubrí el país en el que no nací por el canto de un duro». En flamenco su padre no le dijo ni una palabra, pero él fue haciendo la historia en el idioma del afecto.

En Los espías no hablan, Carlos detalla cómo se nutrieron los nacionalismos en la Europa de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial: «El partido nazi financió a los nacionalistas regionales, lo hizo con los bretones, los croatas, los checos, los flamencos... Sedujo a todos los partidos nacionalistas que en ese momento anhelaban alguna autonomía o la independencia... Está documentadísimo incluso que el partido nazi tiene contactos con Esquerra Republicana y con el PNV. Tal vez el caso de Flandes es el más palmario».

Siendo agente para los nazis, Karel se infiltró en la resistencia belga a través de ese juego ambiguo en la política y la cama en el que fue un maestro. Gracias a una mecanógrafa con la que tuvo un affaire, en el 42 se infiltró en la resistencia. Su objetivo, un pasaporte a Portugal. Con él, Karel podría llevar a ese país los archivos de la Orden del Temple, su gran misión, evadiendo el control de la Gestapo. A su hijo Carlos le ha llevado muchos años saber cómo consiguió ese librito que «convulsionó» la vida de Karel más que cualquier otro de los grandes peligros a los que el pintor-espía se expuso en su vida.

El negocio familiar de Karel con la que fue su primera mujer, Rachel (una heroína de la resistencia belga), en la Segunda Guerra Mundial fue la venta de información, subraya Carlos. «Se debían de sentar en la mesa de la cocina en plan ‘¿Yo qué tengo? ,¿tú qué tienes?’. Era una forma de tener amigos en el lado de los victoriosos, acabara como acabara la guerra», dice. ¿Qué cortocircuitó ese sistema? «Que mi padre era en secreto templario». Como agente de la Luftwaffe, cumplió de estranjis su misión como templario. Y la España de Franco le acogió en ese trance. Karel entró en Portugal con los papeles del Temple que debía entregar allí gracias a un pasaporte que le falsificó Raphaël Apples. Así evadió a la Gestapo e inició una nueva vida en España. «Pero no sabía que la guerra iba a terminar como acabó y que le iban a colocar la muerte de Apples. En Bélgica lo consideraron un traidor que trabajó para el enemigo. Y eso a mi padre le costó la vida. Mi padre fue condenado a muerte sin abogado e in absentia», recalca.

Las vidas de Karel Holemans no son una entrega a lo James Bond. «El espionaje es un oficio más antiguo que el mundo. La gente espía por dinero», afirma Carlos.

En esta historia, en la que brilla el amor entre guerras, uno de los mayores rivales de Karel fue su suegra, abuela materna de Carlos, «terrateniente catalana [de Sant Sadurní d’Anoia], un mal bicho». A España aún no había llegado el divorcio que trajo bajo el brazo el ministro Fernández Ordóñez y Karel llevaba consigo el lastre de su matrimonio fallido con Rachel. Enamorado, se fugó con Teresa, la madre de Carlos, y logró finalmente casarse con ella. «Pero su suegra le denunció ante el tribunal de la Curia por bígamo. ¡Y la bigamia en la España de Franco era un delito grave! Mi abuela es uno de los grandes villanos de esta novela», asegura el autor de Los espías no hablan, que se recuerda, ya superadas guerras y dictadores, viendo a su padre, Karel, jugar a hacer jeroglíficos en las páginas del periódico La Vanguardia. El otro gran villano de la vida de su padre fue Louis Delgrange, alias Berger, «el mayor traidor belga de toda la Segunda Guerra Mundial». Por las mentiras de él, Karel quedó como un delator, como un chivato para los alemanes. 

Karel Holemans murió, pero no su misterio, que hoy desvela una buena parte de su historia, llena de mentiras y peligros, pero también de champán y rosas. Y con un hijo entregado a restaurar la memoria.