Ahora que el BNG propone declarar el casco vello de Santiago zona saturada de tiendas de recuerdos, se me presenta la imagen de las muñecas sevillanas que en los años setenta habitaban las tiendas de suvenires del barrio de Pescadería de A Coruña, figuritas vestidas con trajes rojos de lunares congeladas con un brazo en tirabuzón y la cintura doblegada que los menudos admirábamos durante los paseos de tarde que hoy es inevitable recordar con melancolía.
Por la edad, era difícil reparar en lo extravagante que era todo aquel despliegue de tipismo cañí que hoy sería denunciado desde el sur por apropiación cultural y desde el norte por colonialismo. Se supone que aquellas flamencas reclamaban a unos turistas difíciles de detectar en aquel tiempo o a unos aborígenes confundidos con sus referencias. Permanecían los resabios de la tajante instrucción cultural del franquismo que se propuso uniformizarlo todo y aquel despliegue de volantes y lunares reforzaba hacia fuera el una, grande y libre y desdibujaba hacia dentro quiénes éramos de verdad.
Qué hacían aquellas andaluzas por la calle Torreiro es una interesante pregunta de la que tirar, pero así de partida conviene recordar cuántas veces los cesarismos engendran monstruos absurdos. Lo cierto es que coincidiendo con el bum del turismo y del Spain is different, las muñecas vestidas de flamenca se convirtieron en la mascota del régimen y de sus disparates. Las figuras más genuinas eran las que Ernesto Marín fabricó en Chiclana durante ochenta años, convertidas enseguida en lo más typical spanish y con las que se satisfacía el instinto depredador de millones de turistas impelidos a comprar algo tan pintoresco como nosotros. De paso, enviaban un par de recados. Daba igual que la andaluza estuviese en Triana ou na rúa do Franco. Tras habitar durante un puñado de décadas millones de tapetes de ganchillo y televisores, en el 2014 Marín cerró al no poder soportar la competencia china y derivar el mundo hacia lugares menos cañís. Y mejores.