El profesor jubilado que no se retira: «Un día besé a mi suegra en clase, con 94 años no faltaba a una»

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Antonio Couto (en la foto, en el Fórum de A Coruña) dice que «podríamos hablar todos los días» de Emilia Pardo Bazán.
Antonio Couto (en la foto, en el Fórum de A Coruña) dice que «podríamos hablar todos los días» de Emilia Pardo Bazán. MARCOS MÍGUEZ

Cuando se jubiló, Antonio Couto siguió avanzando. Jubilado «hiperactivo», este coruñés de 72 años enamora con sus clases. «En la pandemia, a mis nietos les leí más de 200 cuentos por teléfono», revela. Tiene anécdotas que dan para unos Episodios Nacionales... y una admiración a prueba de años por Pardo Bazán.

28 feb 2023 . Actualizado a las 12:14 h.

Decir que Antonio Couto Llamas (A Coruña, 1951) se jubiló en el 2011 es empezar con una verdad a medias. Ese año, en la Xunta le dieron facilidades para retirarse como profesor, y justo en ese momento les surgió a él y a dos colegas una oferta para irse a Madrid a la editorial Oxford, «para hacer los nuevos libros de la Lomce». «Estuvimos un tiempo y vi que no tenía futuro, por un problema que hubo de que alguien quería controlar la libertad de cátedra; dije: ‘Nosotros no somos como Lázaro Carreter, que montó un pollo porque le quitaron una coma... Pero decidí no entregar mi material y a partir de ese momento mi vida tomó otros rumbos», cuenta. A los 72 años, con un bagaje lleno de anécdotas como profesor desde los 13, cuando hizo sus pinitos en pasantías, se enfocó en el voluntariado, el  Voluntariado Social Fonseca. ¿Fue jubilarse y hacer agenda para estar activo? «Activo no, ¡hiperactivo!», sonríe quien si volviese a nacer sería profesor de nuevo. ¿Por qué? «Ser profesor no es un trabajo, es un privilegio, una forma de ver la vida», asegura el hombre que presume de ser «el único profesor de Europa que tenía a su suegra en clase».

En su programa de clases, que gira libre como el viento la veleta, encontramos temas como ¿Te atreves a leer el Quijote? El beso en la literatura o El vino en la literatura española. En la relación entre la cerveza y los libros se encuentra indagando ahora. Tras el café bioliterario al que me invita, se va al gimnasio de la Casa del Agua, «y luego a lo mejor al spa» para recuperarse de la semana.

Cada día, un plan no, varios. Y siempre gente, gente menuda y grande a la que enseña, de la que aprende, a la que quiere. En la mochila vital de Antonio va otro voluntariado en el centro cívico de Labañou. Enseñanza de adultos a mujeres: «Podían ir los hombres, pero casi nunca hay ninguno en este tipo de actividades. Dábamos clase a gente de la zona, gente que no había ido al colegio. Es más difícil enseñar a adultos que a niños, pero también es de lo más gratificante. Ahora se cruzan contigo y me dan besos, pero en el aula vives incidentes graves», no oculta. No olvida cuando una mujer le echó en cara a otra que por culpa de su hijo andaban trapicheando donde vivía. La aludida se levantó el jersey y mostró una raja que le cruzaba el pecho «como una autopista». «Dijo: ‘Esto me lo hizo mi marido, por oponerme a que mi hijo traficara con drogas’», recuerda muy impresionado.

La vida como profesor le ha enseñado, sobre todo, a romper estereotipos. De aquel voluntariado en Labañou salió otro que le llevó a trabajar con chicos en riesgo de exclusión. «Fue en la biblioteca de Los Rosales. Es satisfactorio ver que el alumno que tenía su peligro acaba aprobando. Siempre se consiguen cosas».

Esposo enamorado, padre orgulloso de dos hijos y abuelo de cinco nietos a los que ayuda a ir a recoger al cole y a las actividades, Antonio formó parte en su día de los tribunales de selectividad. Recuerda bien los exámenes que fue a poner a la cárcel de Bonxe, en Lugo. «Menuda broma... Uno de los vigilantes me dijo: ‘Si quiere ir al lavabo, cruce el patio’. ¡Sí, hombre, que voy a ir al lavabo!». Salió ileso, con una nueva experiencia de novela.

Él, que nació décadas antes que internet, se metió con la web desde el día 1. «En el primer curso que di en el instituto masculino por ordenadores, en los años 90, se usaba un proxy [ordenador intermedio]. Estábamos estudiando el romancero oral y saltaron todas las alarmas. ‘Ha entrado en un sitio prohibido’. Me explicaron que no se podía poner ‘oral’, por ‘sexo oral’...». Es una de las anécdotas que atesora este profesor que usa la emoción como motor del aula, hoy con adultos. Su mujer, Laly, es una de las alumnas que no se pierden sus clases. Tampoco faltaba a una su suegra, Paquita, con más de 90 años. Casi hasta los 95...

En su periplo de jubilado activo, se matriculó, entre otros, en un curso en el que descubrió nuevas metodologías aplicadas a la enseñanza por parte de un profesorado «muy joven» del cual sigue aprendiendo, más allá del corsé de la enseñanza reglada. Actualizarse es un mantra.

APLAUSOS QUE MOSQUEAN

Hoy, Antonio imparte su magisterio con amor y humor en el Fórum y el Ágora de A Coruña. «Un día me ofrecí a actualizar los fondos de la biblioteca del Fórum y después a dar un curso para probar... Esa primera clase fue de lo más emocionante. Me fui a mi casa mosqueado, porque al acabar la clase aplaudieron», dice. En ese bautismo de fuego con alumnos mayores, habló de uno de los poetas que evita dar en clase. «Cuando me fui del instituto, me fui triste. Vinieron un grupo de niñas a decirme: ‘Antonio, ¿por qué no subes a decirnos adiós y nos das la última clase?’. Improvisé con un poema de José Agustín Goytisolo, «Palabras para Julia», que no volví a utilizar más. Me lo he prohibido, me trae connotaciones emocionales», confiesa el profesor.

Las clases para adultos que empezó a dar jubilado despejaron la tristeza y le dieron a este profesor apasionado de Emilia Pardo Bazán («fue la primera mujer a la que se vio fumar en público, la primera a la que se vio conducir un automóvil... De ella podríamos hablar todos los días») una libertad que no tenía atado al programa de contenidos de bachillerato. «Una de las competencias claves hoy es aprender a aprender. Probablemente, sea la más interesante, siempre que no se plantee como una maría de postureo», considera.

Es imposible que ponga nota negativa sobre alguien; para todos tiene al hablar notables, sobresalientes: conserjes, profes, adolescentes, hijos, nueras... «Hemos tenido una suerte enorme con las dos nueras. Son lo mejor que les podía haber pasado a nuestros hijos. Buenas personas, cultas, preocupadas, las mejores madres del mundo», evalúa. Una pena que esté pillado este suegro...

Como profesor es metódico, aunque admite que en el camino se deja llevar por lo que le apasiona. «Si a mí no me emociona, no puedo transmitir emoción. De nada sirve extraer todos los recursos literarios despiezando un poema porque haces autopsia del mismo. De esta manera, parece un cuerpo muerto», explica.

Antonio suele hacerse guías para dar clase. Me enseña una de las que ha hecho, encabezada con esta pista: «Solo leyó un libro en su vida». «¡Es Messi! —responde sin darme tiempo a pensar— Y ese libro que leyó ni lo acabó... El libro era la biografía de Maradona, un poco espesa».

No pone nada en clase de lo que no tenga grabación. Entre los tesoros literarios que contagia en el aula, hay joyas de Ángel González, de Las Sinsombrero («al fin entran en selectividad»), de Serrat o Manuel Vilas. «Les leí hace poco una cosa de Tierra de Campos, de David Trueba, sobre que Serrat comentó con sorna el daño que hacían las canciones de amor. Le gustaba contar el empeño de un amigo por ponerle un pleito a Frank Sinatra, porque al parecer mientras escuchaba Strangers in the Night le había pedido matrimonio a su mujer y quería reclamarle daños y perjuicios».

Con actividades intelectuales como las clases de arte y literatura, afirma Antonio refiriendo un estudio, se alarga la vida cognitiva. «Hablamos de sedentarismo físico, pero está el otro, el sedentarismo mental. Y este afecta a los hombres —señala—. Nosotros de broma, entre profesores, decimos: ‘¿Tú cuántos tienes?’, ‘Yo tengo dos... (hombres)’. Los tenemos contados».

De Pardo Bazán nos recomienda de manera especial El encaje roto, y no olvida aquella anécdota que se recuerda de cuando la autora se cruzó con Galdós en las escaleras del Ateneo. «Ella le dijo: 'Adiós, viejo chocho. Y él le contestó: 'Adiós, chocho viejo'. Eran dos mentes privilegiadas. Sus cartas son de alto voltaje», reseña el profe que nos descubre también un número al que llamar (659 861 032) para que te reciten un poema. Entre sus clases para recordar, se cuenta la que tuvo un homenaje a Núria Espert, otra debilidad para Antonio, «recitando un monólogo de Doña Rosita la soltera al recibir el Premio Princesa de Asturias. Inolvidable».

ESTE ES SU SECRETO

¿El secreto de su hiperactividad feliz? «El optimismo. Ves que, cuando haces las cosas con emoción, consigues algo. Y, si hay que soltar una lágrima un día, pues se suelta». Él es un hombre que llora, asegura, y que este 14 de febrero hizo llorar en clase a alguna alumna, como su mujer. El día anterior, 13 de febrero, Día Mundial de la Radio, le dio protagonismo a Ama Rosa, «el serial que paró España un día a las cinco de la tarde». «Recuerdo a mi madre [una empresaria textil de Coruña] el día del capítulo final de Ama Rosa. Anuló todas las visitas de viajantes y compromisos que tenía ese día. Subí y me la encontré llorando al lado de la radio: había muerto Ama Rosa», recuerda.

Por San Valentín, investigó en publicidad y en los regalos más solicitados. ¿Y? «El que más, el Satisfyer. Esto es, más que romanticismo, guarromántico... jaja». «Tras hablarles de iniciativas publicitarias y regalos habituales, fui al grano. Puse un poema de Benedetti, Te quiero, en versión de Nacha Guevara. Y para rematar: ‘Por si alguna aquí es abuela, os pongo un texto de Pedro Tarquis sobre la importancia de las abuelas’. Yo lanzo con bala. Lloró gente... entre otras personas, mi mujer», revela.

«Yo tuve solo una novia en mi vida, de la que sigo enamorado», declara Antonio, que celebrará las bodas de oro en el 2024. Sus nietos son también sus alumnos y confidentes. «Les encanta que les cuente la historia de cómo su abuela y yo nos hicimos novios, pero con los años la alargo, la alargo... ¡Le vamos echando literatura!». Así se pone guapa la vida.

La pandemia fue un golpe duro. «Nos fuimos a la aldea mi mujer, la suegra y yo, a San Vicente de Vigo, cerca de Carral. La convivencia era dura, porque el contexto mundial lo era». De la suegra cuenta maravillas: «Venía a todas a mis clases. Me decía: ‘¡Me salen caras tus clases’...’ ¿Por qué, Paquita? Porque tengo que ir a la peluquería de cada vez... Vino a mis clases hasta los 94», condensa.

En clase celebró el Día Internacional del Beso. «Ese día estaba mi suegra en clase, en primera fila. Hice una sesión sobre el beso en el cine, en la poesía... Y cuando acabé dije: ‘Ahora tengo que besar a alguien’. Los 50 que había en clase me miraron como ‘¡A ver qué haces!’. Dije: ‘Voy a besar a la persona que dio a luz a la mujer que más veces he besado yo’. Paquita se echó a llorar. Fue auténtico. Tengo anécdotas inolvidables». Pero su voz deslumbra al hablar de la que fue su suegra desde que él alcanzó la mayoría de edad: «Nos queríamos mucho, y cuando estaba ya agonizando con un casi inaudible susurro me dijo que no me olvidara de matricularla esa semana para el curso de Primavera. Le dije que eso estaba hecho», revela.

El gimnasio (entrenamiento cardio y aeróbico tres veces a la semana) y los paseos (de 11 kilómetros con su mujer dos o tres veces semanales) se suma al gym mental de Antonio Couto. «Tenemos cinco nietos. ¡Los nietos son otra liga diferente a la de los hijos! Que nuestros hijos nos confíen con frecuencia el cuidado de los nietos es un privilegio enorme». Con los hijos no hay recetas, dice. Y con los nietos crece el amor a base de cuentos. Inolvidable el capítulo pandemia: «En el confinamiento, para no romper del todo el hilo quedábamos todas las noches a la misma hora para llamarnos por teléfono entre las tres casas cuando los niños ya estaban en la cama. La literatura vino en mi ayuda de la mano de Gianni Rodari y sus Cuentos por teléfono. Sobrepasamos con mucho los 200 relatos por teléfono, de Rodari y otros autores, como Gloria Fuertes o los hermanos Grimm. Solían llamarme ellos y decir: ‘Abuelo, el cuento’».

Y así cada día tenía un final feliz. Sin llamadas perdidas.