Hubo un tiempo en el que le cogí rabia a Lucía Be
—Hay que normalizar la muerte.
—Los niños tienen mucha imaginación, si no les explicas, se pueden imaginar cualquier cosa, y la muerte es algo muy de andar por casa, es algo muy normal, y tener la tranquilidad de que han ido, se han despedido de su padre, les hace estar más tranquilos. Y luego hay cosas que se ven como un superdrama desde fuera, y lo son, pero también es verdad que Miki falleció y mamá volvió a casa. Yo llevaba dos años fuera en el hospital con él, y al final, obviamente nadie se alegra por la muerte de nadie, pero las enfermedades oncológicas son muy duras. Para unos niños tener a un padre enfermo y a una madre que no la ven nunca porque está con él metida en el hospital, también es muy duro. Ahora cada uno tiene que asimilar lo que ha pasado, los adultos para eso tenemos muchos resortes, los pequeños, no… Los más pequeños, sin más, pero Juan y Miguel, de 9 y 7 años, muchas veces no saben si están tristes, enfadados, y es mi batalla, ayudarles a vivir ese duelo y que lo hagan bien, que no se guarden nada.
—Dices en el libro: «La vida ya me ha dado todo lo que tenía que darme».
—Cuando vives tantas cosas eres muy consciente de todo, de lo frágil que es la vida, y muchas veces te acecha el miedo, esto puede volver a pasar... De repente un niño tose más de lo normal y a mí se me cruzan 800.000 variables por la cabeza, y a la vez tienes ese pensamiento de «no, a ti a nivel justicia equitativa ya te ha dado lo que tenía que darte», pero en el fondo sigo diciendo: «No es verdad, sé perfectamente que puede pasar de todo, soy muy consciente». Pero una manera de intentar frenar ese miedo es decir: «A mí me ha dado mucho, si ya se te ha muerto un marido, dos hijos han estado en Oncología a punto de palmarla… ya lo tienes cubierto, ya puedes ir tranquila», y no, la vida no va de eso.
—¿La felicidad está sobrevalorada?
—Creo que sí en el sentido de que nos empeñamos mucho en el «tienes que estar feliz». Sí y no, porque hay que transitar todos los estados. Cuando Miki murió, mi padre, que emocionalmente le cuesta, me dio un abrazo y me dijo: «Ahora a estar feliz», y yo dije: «No, es que yo ahora no quiero estar feliz, porque no me toca, y no porque sea una drama, sino que quiero transitar este dolor». La felicidad es una palabra muy manida. Realmente hablamos de felicidad sin saber muy bien qué es, estamos todo el rato persiguiendo algo, y más que perseguir, tenemos que aceptar lo que hay ahora mismo.
—¿Estás detrás del perfil más fugaz de la historia de Tinder?
—Igual hay historias más fugaces que la mía. (Risas).
—¿Cómo te dio por ahí?
—Al final eres viuda, pero sigues viviendo. A mí me cuesta asimilar ese papel de viuda de Instagram que se me ha asignado. La gente tiene esa imagen romántica, y me escriben: «Oh, a través de tus ojos se refleja tu difunto marido»… Pues espero que no, sinceramente. Igual soy muy práctica, pero no me reconozco ahí. O esas frases que te dicen: «Seguirás caminando junto a él hasta el fin de los días…». Pues tía, qué coñazo. No creo que nadie le quisiera más que yo, pero caminar con él en esa manera metafórica, sinceramente no lo veo. Lo de Tinder empezó como un juego. Soy viuda, pero necesitaba explorar otras facetas, y llegó mi hermano, y me dijo: «Mi perfil es el menos visto de la historia, no tengo ningún match». Le dije que me lo enseñara, pero como era de chico no podíamos ver a quién se estaba enfrentando, y le dije: «No te preocupes, me hago uno». En plan de juego, de vamos a ver a los chicos que hay por ahí para hacerte un perfil superpibonaco y que tengas 800 matches, y lo que empezó así, acabó con mi hermano supercabreado. Me dijo: «Tía, te haces esto para ayudarme y tienes una cita antes que yo». Pero para lo que sirvió…