En el arranque de El mundo de ayer. Memorias de un europeo Stefan Zweig describe cómo era Viena justo en los años previos a la Primera Guerra Mundial. «En ninguna otra ciudad europea el afán de cultura fue tan apasionado», escribió en esos capítulos iniciales de su leidísima autobiografía, regodeándose en la placidez burguesa de una ciudad tolerante y cosmopolita, con los teatros convertidos en el centro de la actividad social y una pulsión informativa destinada a descubrir antes que nadie la programación de la temporada de ópera. Sostiene Zweig que, en aquella Viena de su juventud, nada en la tensión ambiental era político, ni siquiera entre los estudiantes cuyas protestas más airadas intentaban evitar que se demoliera la casa en la que murió Beethoven. No era el final del siglo XIX un tiempo para los jóvenes, obligados a aguardar su turno en una sociedad en la que el mandato social estaba encomendado a los mayores. Todo eso cambió cuando la guerra concedió a la juventud un valor intrínseco.
Siglo y medio después de aquel retrato, esa tensión entre generaciones sigue vigente, aunque hoy es el mocerío el que marca el paso hasta el punto de renegar de cualquier indicio que cheire a vejez. Hay todo un imperio económico sustentado en este principio, gigantes dedicados a camuflar arrugas y flacideces, como si ser viejo fuera un fracaso personal y sus víctimas, material de desecho. La misma palabra viejo se ha convertido en malsonante, sustituida por otras más indulgentes, entre mayores y jubilados. De ese apartheid añoso se quejan con razón estos días los miles de excluidos del negocio bancario, inmerso en una nueva dinámica que desaloja a quienes viven ajenos al galimatías digital. Es lógico indignarse con esa exclusión pero no debería convertirse en una excusa para dejar de lamentar qué papel concedemos a los viejos en la sociedad de hoy. Porque no son invisibles solo para los bancos.