Melisa Gómez, nutricionista: «La evidencia dice que nunca habría que insistir a los niños con la comida»

YES

Angel Polo

Esta experta en alimentación infantil asegura que los pequeños aceptan mejor los alimentos secos y crujientes que los blanditos o que tengan dos texturas. «Suelen escoger sabores más constantes, a veces tienen predilección por una marca concreta de yogur, van a lo seguro. Y en este sentido, las frutas y las verduras suponen un reto más grande», explica

02 feb 2022 . Actualizado a las 17:16 h.

Melisa Gómez (Venezuela, 1985) asegura que nunca se debe insistir a un niño para que coma más, sino acompañar «esos picos» en los que hay más necesidades, así como otros momentos en los que el apetito disminuye. Lo explica en Puaaaaj, el nuevo libro que ha escrito con el chef Juan Llorca, con el que pretenden fomentar la alimentación saludable desde la primera infancia.

—Que a los niños les apetezca dulce o patatas fritas más que otras cosas tiene una explicación, ¿no?

—Sin duda, tanto desde el punto de vista genético como desde la eficiencia, es decir, nuestro cuerpo busca a través de esos productos obtener más energía de una forma más rápida y con un menor trabajo. Desde el punto de vista genético, hay niños que tienen un marcado rechazo a ciertos sabores, por ejemplo, el amargo lo pueden identificar con mayor intensidad que otros peques. En estos casos es habitual que rechacen ciertos alimentos como las verduras, por ejemplo, el brócoli, por lo que la balanza suele inclinarse hacia otras opciones. No es que esté todo perdido, pero hay que saber desde qué punto partimos.

—Esto quiere decir que, aunque las verduras nos cuesten un poco más, hay un porqué, hay que luchar.

—En principio, más que luchar, hay que mantenerlas presentes. Muchas veces cuando las ponemos una, dos o tres veces sin éxito, pensamos: «Para qué se las voy a seguir ofreciendo si al final no le gustan». No hay que quedarse con eso, sino que hay seguir tanto comiéndolas nosotros para dar ejemplo, como para que tengan más oportunidades, y si algún día les gustan que las puedan probar y comer.

—¿Cómo nos condicionan las texturas y los colores?

—Hay muchísimos estudios al respecto, hay niños más sensibles a estos cambios que otros, pero cuando trabajas en alimentación infantil te das cuenta de que hay algunas tendencias. Por ejemplo, los alimentos crujientes, unas patatas fritas, nuggets o palitos de pan, suelen tener más éxito. Al ser secos y crujientes los aceptan mejor que los que son blanditos o tienen dos texturas, por ejemplo, los tomates. Por fuera es más duro, pero cuando lo muerdes es líquido, y esa doble textura no gusta a todos los niños. Además, depende del tomate que muerdan, puede ser más o menos ácido, más o menos maduro... y esto es más sorpresivo. Hay peques que no quieren pasar eso, sino que prefieren un sabor más constante, como el del yogur. Es un alimento que la mayoría come sin problema, y ellos cuando son más conscientes de esto, a veces, hasta tienen predilección por una marca concreta porque saben que siempre sabe igual. Es una garantía, van a lo seguro, mientras que en las frutas y verduras tenemos un reto mayor porque tanto en el sabor como en la textura la variación es mucho más amplia.

—¿Es cierto que los niños prefieren los alimentos de color blanco?

—No ocurre con el 100 %, pero la gran mayoría sí, o incluso cuando tienes niños más selectivos, les preguntas a los padres qué cosas aceptan y suele ser el arroz blanco, la pasta y el pan.

—¿Por qué?

—Por lo que he leído a lo largo del tiempo y por mi experiencia, simplemente se debe a lo que estamos hablando, a que van a tratar de atajar con la menor cantidad de retos posibles. Y cuando analizas qué alimentos tienen ese color blanco (el pan, la pasta, arroz... ), la mayoría son carbohidratos, y suelen ser más consistentes. También los lácteos o algún tipo de queso. A nivel de la naturaleza existe la teoría de que cuando nosotros empezábamos a caminar y alejarnos de nuestros padres, al ser omnívoros podíamos comernos todo lo que se nos presentase y tanto el color verde como el rojo se pueden asociar a algunos alimentos venenosos, plantas o bayas, así que por cautela tendemos a irnos a colores más neutros.

—El apetito va variando, ¿con los niños cómo sabemos cuándo hay que insistir?

—La evidencia dice que nunca tendrías que insistir, que lo ideal es acompañar esos picos en los que tienen más necesidades y comen más, y momentos en los que tienen menos apetito. En principio, nosotros recomendamos no insistir, pero si llegas a observar algunas señales de alerta: que pierde peso, no tiene ganas de comer nada en todo el día, ve la trona y llora... Son detalles que te pueden estar alertando de que ocurre algo, un trastorno de la conducta alimentaria o una intolerancia o alergia. En estos casos hay que indagar para resolver el problema de base, porque forzando podemos conseguir algo en el momento, pero a largo plazo no es sostenible, y se ha visto que es contraproducente. Muchísimas veces no hay problemas asociados, y las familias interpretan estos momentos, donde bajan un poco las necesidades de apetito, como que es necesario presionarlos para seguir comiendo al mismo ritmo que venían haciendo. Ahí aparecen los problemas, porque no estamos respetando el hambre de cada niño, sino que estamos tratando de hacerlos comer con nuestras expectativas.

—¿Cuándo podemos decir que un niño es mal comedor?

—Tratamos de huir de estas etiquetas, porque a día de hoy se dice incluso con las positivas, que de tanto comentarlo, se las acaban creyendo. Tú puedes tener un niño que puede atravesar un período en el que le está resultando, ya sea porque sus necesidades no son tan altas como antes o porque los retos que enfrenta son mayores, más complicado, pero si lo que escuchan es «tú comes fatal», «es que no te gusta nada», al final, podemos provocar que se lo crea y remarques aquella característica que estás intentando trabajar. No catalogaríamos malos comedores en ninguna circunstancia, sino que diríamos que tienen algún reto en concreto.

—¿Qué pasa cuando un niño come menos de diez alimentos?

—Si esto ocurre, hay que consultarlo, y trabajar con un equipo de salud, en el que esté presente el pediatra, que valore que el estado de salud del niño sea el correcto; el dietista-nutricionista para mirar que el aporte nutricional de esos diez alimentos sea suficiente para cubrir la mayoría de las necesidades que se pueda; si no, hay que recurrir a suplementación; y a veces también se trabaja con el logopeda o terapeuta ocupacional para conseguir que poco a poco se aumente el espectro de alimentos.

—Cuando pasa esto, ¿qué hay detrás?

—Suele estar relacionado con algún tipo de alteración del desarrollo, como Trastorno del Espectro Autista (TEA), aunque no todos, puede que simplemente tengan el umbral aumentado en la sensibilidad, que sientan con más intensidad ciertos alimentos, y se trabaja en terapia. También puede deberse a que un niño haya sufrido muchos cambios en su entorno, por ejemplo, una mudanza, un cambio de colegio, y que le afecte en este sentido... No hay un único diagnóstico, cuando esto pasa hay que consultar a un equipo multidisciplinar para que hagan una valoración completa desde cada ámbito. Aun así, no es habitual ver este tipo de situaciones, sino que es más frecuente ver niños que comían de todo y que pasan etapas en las que no quieren frutas o verduras, o algunos alimentos en concreto, pero no les tienen que gustar todas las frutas ni todas las verduras, y es normal que pasen por esto.

—Al final del libro invitas a la reflexión, y yo te lo pregunto a ti: «¿Es mejor que coman todo lo que les ponemos aunque no les apetezca?

—No. Tengo una niña de dos años y medio y muchas veces pienso: «Le hice este plato con toda la ilusión y me encantaría que se lo coma todo», pero para mí lo importante es que coma en función de lo que su cuerpo le vaya indicando, porque nadie mejor que ella sabe cuándo tiene hambre y qué es lo que su cuerpo le está pidiendo en cada momento. A día de hoy se está teniendo en cuenta cada vez más el hecho de que sepamos escuchar nuestras señales de hambre y saciedad, de que reconectemos con ellas los que las perdimos de adulto, y tratemos de que los niños no pierdan esa conexión porque la tienen. El ejemplo lo tenemos en la lactancia, no puedes saber cuánta cantidad de leche sale del pecho, pero ellos saben cómo y cuándo tomar, saben regularse perfectamente, y luego también lo hacen, pero nosotros no escuchamos ni acompañamos esa necesidad, sino que empieza a prevalecer el «cómo va a comer solo eso» o «tengo que darle más» porque es en lo que nosotros hemos crecido.