La memoria de la infancia de Alejandro Palomas cambia de color a partir de 4.º de EGB, en el curso 75-76, cuando él tenía 8 años camino de los 9. «Si me invaden los recuerdos ahí es otro tono Pantone —se sonríe—, es inevitable». Él estudiaba entonces en el colegio La Salle de Premià de Mar, en Barcelona, y su profesor de Lengua era un hermano religioso de esta orden. «Si hago su perfil te diría que para la gente era el ser más maravilloso del mundo, muy solícito, cariñoso, confiabas en él plenamente. Por eso para un niño es más difícil discernir. Aún no tienes claro la frontera entre lo bueno y lo malo, y sobre todo te cuesta diferenciarlo con alguien que supuestamente te quiere tanto», afirma Palomas. Pero aquel Alejandro de 8 años, sin embargo, se dio cuenta enseguida de que aquello que le hacía «estaba mal». «Yo me enfermaba mucho, sufría infecciones constantes de garganta y él se ofrecía siempre a llevarme a casa en el coche cuando me subía mucho la fiebre. Su manera de actuar era siempre la misma, empezaba como queriendo jugar, haciéndome cosquillas, pero las cosquillas le duraban dos segundos, enseguida iba a lo que iba», se quiebra el escritor. Se hace un silencio y desovilla la memoria. «He intentado ordenar estos días los pensamientos en un cuaderno y... Sí, la primera vez fue en su coche. Yo iba tumbado en la parte de atrás por la fiebre, y mientras él conducía con una mano, con la otra me manoseaba, me tocaba, me metía mano por debajo del calzoncillo», relata. «Eso sucedió varias veces, y en una ocasión, se metió por otra carretera secundaria. En mis recuerdos veo un claro entre campos de cultivo, allí paró el coche, se bajó y se sentó en el asiento de atrás donde yo estaba. Yo tenía fiebre, entonces me puso la cabeza encima de su falda, me bajó los pantalones, los calzoncillos, y empezó a manosearme mientras se masturbaba con la mano en el bolsillo. Cuando acabó, me llevó a casa. Pero esto no es lo peor. Lo peor es la angustia, el miedo que yo sentía porque estaba en su cartera, en su archivo, en su punto de mira, siempre me escapaba de él en los recreos, quería hacerme invisible». Se hace otro silencio.
EN LAS COLONIAS DE VERANO
«Aquel curso acabó —continúa— y llegó el verano; entonces me fui de colonias con el colegio. Allí tuve un accidente jugando al tenis, alguien me lanzó una piedra en el ojo y me reventó las gafas, por lo que me llevaron a la enfermería. ¿Y quién se encargaba de la enfermería? Este hombre. Yo tenía muchos cristales clavados en el ojo, y con unas pinzas, él y otra persona empezaron a quitarlos con mucho cuidado. Para eso me desnudaron y me pusieron una toalla que me cubría. Entonces este hermano lo que hizo fue dejarme toda la noche en observación en la enfermería, desnudo, con una sábana, porque era verano. Esa noche me visitó tres veces. Eso sí lo tengo claro. Cerró la puerta con llave, me ató las manos antes, porque me dijo que durmiendo tenía miedo de que me tocara el ojo, y luego ya lo que pasó fue que intentó penetrarme. Yo estaba de lado, con las manos cogidas, y bueno, lo intentó, y la última medio lo consiguió. Me violó a los 9 años. Sangré, en fin, me puse papel... Sentía mucha vergüenza». Nos callamos. Unos segundos después me atrevo a romper el silencio: ¿Te decía alguna frase, usaba algún lenguaje? «Cuando él terminaba, porque él terminaba, me decía: ‘Hay que ver lo que me haces hacer'». «Yo, mientras sucedía este episodio, solo rezaba para que aquello parara, recuerdo una ventana y lo único que pensaba era: ‘Si yo pudiera salir y llegar a esa ventana, me tiraría».