«¡Iríamos a la cárcel si contásemos todo lo que hemos visto en el Mesón de Herves!»

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MARCOS MÍGUEZ

Son historia vida de la gastronomía gallega. Entramos en cuatro restaurantes familiares históricos que siguen latiendo a través de sus nuevas generaciones

30 ene 2022 . Actualizado a las 22:02 h.

«Traditio» es una de las palabras que más repite Pedro, el mayor de los tres hijos de María Jesús y Pepe. No lo hace por casualidad, porque si hay algo que define a su familia es precisamente eso, la tradición. Sus padres forman uno de esos matrimonios que ha logrado la rareza de cumplir 50 años unido. Un aniversario al que se le suman los 62 de una de las casas de comidas más míticas de Galicia: el Mesón de Herves.

Ambos mantuvieron vivo el emblemático local original, aquel templo de la cocina de toda la vida que atendía a cientos de personas cada día en la localidad del mismo nombre, situada en Carral, y que era propiedad de los padres de María Jesús. Ahora son sus tres hijos, Pedro, Patricia y Cristina, quienes les toman el testigo a ellos en el restaurante de la calle Fontán, en pleno centro de A Coruña, que abrieron en el 2018. Con la tercera generación sobreviven la misma esencia y el mismo amor por la cocina pero, sobre todo, por cada persona que cruza la puerta del negocio para contarles sus recuerdos en Herves.

Todavía es posible escuchar aquel bullicio alegre de familias enteras que iban a propósito allí para reunirse alrededor de la mesa. El trasiego y las bandejas de comida no cesaban ningún día de la semana, fruto del buen hacer y de una ubicación estratégica. «La casa de comidas ya existía de siempre. Era la casa de una prima de mi abuelo. De hecho, el emblema del restaurante es una carrilana, y aunque lo actualizamos sigue ahí, porque Herves era una parada de postas. La carrilana que salía del Obelisco de A Coruña hasta Santiago tenía que detenerse para ir cambiando las mulas, y lo hacía en Herves. El viajero paraba allí», relata Pedro. «Es que antes de la autopista, para salir de Coruña, o ibas por Carballo o ibas por Herves, y era así para todos. Por eso paraba gente de Santiago, Noia, Muros, Vigo, Pontevedra... », comenta su padre, Pepe, que dedicó cinco décadas, las mismas que lleva casado, al restaurante de la familia de su mujer tras dejar su trabajo como calderero en Emesa.

El matrimonio se jubiló en el 2016. Con ellos, el local original cerró para reconvertirse en un espacio destinado a la celebración de bodas y eventos. «Sí, nos retiramos en el 2016; y el retiro de verdad será en el cementerio. Es que cincuenta años dan para mucho... Son los que yo llevo, pero María Jesús lleva los que tiene, porque nació allí», explica él.

Su mujer creció en aquellos tiempos en los que se trabajaba de nueve de la mañana a tres de la madrugada, porque en realidad el Mesón de Herves llevaba cocinándose desde mucho antes con las recetas de su abuela, otra excelente cocinera.

«Mi madre era chacinera, que era lo que se llamaba en ese momento a la gente que vendía carne. Se iba a las ferias a venderla, y mataba cerdos que luego despiezaba. Ya mi abuela materna hacía lo mismo, había cuatro o cinco chacineras en Herves. Mis padres compraron una casa de aldea en la que vendían azúcar, aceite y de todo. Empezaron con los chicharrones, con el jamón del cerdo, los chorizos, las vísceras, los riñones al jerez... esas cosas», narra María Jesús.

LOS INICIOS DE UN TEMPLO

Así empezó un negocio familiar que no hizo más que crecer. «Primero iba la gente de Coruña a comer, del puerto y de todas partes, porque no se cobraba mucho. Y luego, los domingos, ya empezamos a traer merluza, un corderito... Más tarde ya traían el pescado de la zona de Noia, Ribeira, Portonovo... Y de Noia venían también con los berberechos. Así empezó la historia», recuerda. Continuó cuando su padre levantó la otra mitad de la casa en el 66. La primera parte había ardido, porque los dueños anteriores eran pirotécnicos, pero aún conservaba la estructura. Fundaron un comedor, y después, dos. En el 72 llegó la boda de María Jesús y Pepe, y prepararon uno todavía más grande. El resto ya forma parte de la historia reciente de la gastronomía gallega... y de la política. Porque lo que han presenciado (y callado) allí les daría para varios tomos. «En Herves comieron Ana Pastor, Fernández Albor... Ahí se cerraron acuerdos, proyectos... ¡Iríamos a la cárcel si contásemos todo!», bromean.

El último capítulo arranca hace cuatro años, cuando sus tres hijos abrieron las puertas del nuevo Mesón de Herves en A Coruña. Pensaban reformar el antiguo para los eventos, pero el covid retrasó la iniciativa. La pandemia golpeó duro, pero el restaurante resiste. Aunque dudaron a la hora de bautizarlo, Pedro cuenta que una conversación lo convenció: «Nosotros íbamos a ponerle otro nombre, pero una persona me preguntó por el tema, le comenté que dudábamos y que igual le poníamos La Favorita, por la fábrica que teníamos... Y esta persona dijo: 'Mira, esto es muy fácil. Yo ya iba a comer a tu casa cuando era pequeño. Entonces tú, si vas a abrir algo como eso, ponle el mismo nombre. Y, si no, ponle taller mecánico'». Fue un acierto, pero Pedro no esconde la presión que supone tener el listón tan alto. «También es una losa, porque ese nombre que pone ahí fuera no lo pusimos nosotros. Aquí vienen y te comparan: 'Es que como tu padre, es que como tu madre...'. Nunca eres libre», reconoce.

El respeto de los tres hermanos hacia sus padres y el negocio es absoluto. Un tridente que funciona a la perfección y que escucha los consejos de sus maestros, «aunque después nunca hacen caso», bromea Pepe.

Para él y para María Jesús no fue una sorpresa que el Mesón de Herves continúe en alguno de sus hijos, pero no se esperaban que quisieran todos. Pedro es abogado, Patricia empresaria, y Cristina farmacéutica y cocinera. La última cuenta el papel de cada uno: «Yo me fui a Londres, trabajé en distintos estrella Michelin, y mis últimos años los pasé en una cocina muy importante. Patricia es gestora, era directora financiera de una empresa grande en Madrid. Y Pedro es el abogado, la cara, la imagen, el relaciones públicas, el que nos une con la gente, el que cuenta todas las historias, el que recuerda todas las caras, el que te da la bienvenida. Nos une el amor a continuar una historia que empezó hace mucho tiempo. La vida es muy corta, los años pasan y las ambiciones profesionales está muy bien conseguirlas y sentirse realizado, pero al final lo que importa es el día a día. Nosotros tenemos familia, y es la unión. Cuando éramos pequeños venían mis tías a casa a hacer las filloas, las orejas... Era un núcleo, un ambiente, una historia que se cuenta de pequeñas vivencias».

Rescatan recuerdos como el Piccolo, la Cola o la Maruxa, esos refrescos que triunfaban —«hasta que llegó la Fanta», dice Pepe—, o como los que aún hoy les cuentan muchos clientes a sus hijos. «Hace poco un arquitecto bastante famoso me dijo: '¿Este es el Mesón de Herves? Jo, qué recuerdos, la comida es muy parecida. Cuando era pequeñito íbamos a comer allí, y había un señor mayor que nos daba unos bollos de pan y unas chocolatinas de moneda...'. Y yo: 'No me lo puedo creer, ¡era mi abuelo!'», relata Pedro.

LOS PLATOS DE SIEMPRE

En este punto toma la palabra su hermana Cristina, al mando de la cocina: «Seguimos el legado de las cosas que han hecho ellos, porque estamos en Galicia y el producto es muy bueno. Las perdices, la lamprea, el cabrito, el cocido cuando es la temporada... Tenemos otros platos que reflejan un poco más la época en la que vivimos, pero no queremos dejar eso porque para nosotros es la razón y la esencia para que todo esto pueda seguir adelante». Continúa su hermano: «Y lo de la comida de temporada debería ser obligatorio, no se puede comer en Galicia tomates en diciembre. Los puedo comer del Caribe, pero aquí es una aberración». Lo dicen ellos, que plantan patatas, cebollas, grelos y crían terneros en una granja extensiva. «Nosotros no tenemos freidora ni microondas. Tenemos una materia prima que, cuando me pides unas patatitas fritas para el niño, el niño es pequeño, pero no es tonto. Y si le pones al aceitito limpio y demás... Te dirán: 'No es rentable'. Aquí hay un tío que viene todos los días a hacer los cruasanes a mano. ¿Que no es rentable? Ya, pero si viene un niño y se lo das, no se va a morir de colesterol. La gente hoy, por el problema del dinero, hace cosas que no se pueden hacer», señala Pedro.

Irrumpen en la conversación la crisis económica derivada del covid, la esperanza con la llegada del AVE... Pepe y María Jesús jamás se imaginaron algo así. «Qué va, lo máximo que podía pasar era que un día no se pudiera llegar a Herves por la nieve. Y ese día era un día feliz, porque las niñas decían: ¡Por fin no hay trabajo hoy!», rememoran.

Si hubo un día feliz para ellos fue ese en el que sus hijos les comunicaron que se quedaban con el negocio. «Yo me lo tomé de maravilla. A mí no se me acuerda, ¿eh?», dice María Jesús. «La verdad es que es una satisfacción ver que dominan una cosa de la que viven. Porque hay que vivir. Nosotros podríamos ayudarlos, pero no puede ser que todos los meses tengas que hacerlo. En un momento puntual, sí, pero después también hay que defenderlo y hacer las cosas bien. Si se mantienen, ya es algo», afirma Pepe. Él sabe como nadie que mantenerse lo es todo.

Martina Miser

Casa Rosita, cinco generaciones y tres siglos: «El 90?% de los clientes vienen por el salpicón» 

En pocos lugares el valor de la tradición se manifiesta de un modo tan fehaciente y vigente como en Casa Rosita, en Cambados. Ni una, ni dos, ni tres, ni cuatro. ¡Cinco generaciones ha visto pasar este establecimiento! Nacido como casa de comidas en 1878 y consolidado hoy como referente fundamental de la hostelería de las Rías Baixas. Como atestigua la memorable viñeta de Forges que se exhibe a la entrada del local, en la que una horda de turistas, ansiosos de «papeing», taponan apelotonados la entrada de un restaurante, sobre cuya puerta se lee «Casa Rosita».

La casa matriz nació de la iniciativa del tatarabuelo de los actuales propietarios, un emigrante que recién retornado de Argentina abrió una modesta casa de comidas en el casco histórico de Cambados. La bautizó con el nombre de su hija, Rosita, quien años después se hizo cargo del negocio. Fueron años difíciles, determinados por la escasez y las guerras, pero en aquella casa nunca faltó el pescado, surtido directamente por los marineros cambadeses. Ni los pollos, ni los huevos de casa.

A Rosita le sucedió su hijo mayor, Milucho Montero, quien además de mantener el negocio de las comidas, abrió un ultramarinos y una pequeña pensión. «Al ultramarinos venía gente de toda la comarca», apunta Mercedes Pérez, la nuera de Milucho, quien lleva 47 años siendo parte sustancial de la casa y de su cocina. «Desde los 19, que me casé con Javier», recuerda.

«Venía mucha gente a comprar bacalao, fuimos los primeros en traerlo de Noruega». Y albariño. También fueron precursores en vender el primer albariño que se etiquetó, el del Palacio de Fefiñanes. «Pero lo que más gente atraía eran las especias. Para el cordero, para los callos... Mi suegra, Gardenia, hacía muy bien las mezclas. Aún hoy nos llama gente para pedírnoslas». Ya no las sirven, avisamos.

El ultramarinos cerró en los 80. Fue cuando Javier Montero, la cuarta generación, decidió que era necesario dotar de unas nuevas instalaciones al restaurante, a la vista de que las originales se quedaban pequeñas, principalmente a la hora de acoger eventos. Durante algunos años convivieron las dos casas. La primigenia, como restaurante, y la nueva, como salón de banquetes. La extraordinaria acogida por parte de la clientela llevó a Javier, en 1990, a ampliar las nuevas instalaciones y dotarlas de un hotel con 50 habitaciones. Hasta que en 1993 Casa Rosita cerró el establecimiento de la rúa Isabel II para centralizar toda su oferta en Corvillón, en las afueras de Cambados.

No supuso el traslado una modificación sustancial en su propuesta gastronómica. El restaurante mantuvo la coherencia y la calidad de su cocina, fundamentada, como manda la tradición familiar, en la frescura y la calidad del producto y en respetar los fundamentos de la sabiduría culinaria de la zona, con los mariscos y pescados como piedra angular.

«Lo más importante es la materia prima. Aquí se compra todos los días», subraya Mercedes. «De lo que más nos preocupamos es de no tener nunca nada congelado», añade Rosita, quien junto a su hermano José Ramón, está hoy al frente del negocio, conformando ya la quinta generación.

Rosita creció entre fogones y manteles. De niña, el restaurante era su casa y su salón de juegos. Confiesa que nunca se llegó a plantear si seguiría o no la tradición familiar. De hecho se marchó a estudiar Publicidad y Marketing. Cuando regresaba a Cambados, echaba una mano en el negocio. «Y así, me fui quedando, quedando, hasta que me quedé del todo», relata. «De lo cual me alegro», apostilla su madre, Mercedes. «Para mí es un orgullo muy grande que mis hijos sigan con el negocio».

El salpicón, un icono

Son precisamente Rosita y José Ramón los responsables de que el axioma de la frescura de la materia prima de la casa siga siendo incuestionable. Ella se encarga de ir a los mercados cada mañana a la procura de pescado. Un día a Vigo, otro al de O Grove, otro a Pontevedra... Él acude cada jornada a la lonja de Cambados para aprovisionarse de los mariscos.

Tiene la carta de Casa Rosita un plato que sobresale y la identifica: el salpicón de marisco. «El 90 % de los clientes que comen aquí piden salpicón», señalan.

La vinculación de este plato con la casa se remonta a la tercera generación. Fue Gardenia, la abuela de Rosita y José Ramón, quien lo incorporó. «Ella apenas sabía cocinar, pero lo que hacía lo hacía muy bien», recuerda su nuera. Un día hizo el salpicón en casa y gustó tanto que decidieron ponerlo en la carta. «Y la liamos», bromea Mercedes. «Porque da muchísimo trabajo». Tres personas se dedicaban exclusivamente a pelar marisco el día que visitamos Casa Rosita. «Su principal ingrediente es la paciencia. Todo el marisco (buey, nécora, camarón y centolla) se compra, se cuece y se pela en el día». Ese es su único pero gran secreto.

Además del salpicón y de los propios mariscos, la carta de Casa Rosita desborda tentaciones. Sobresalen sus pescados a la plancha: merluza del pincho, rape de Marín o lenguado, abadejo y lubina de la ría. Sublimes son los guisos de rodaballo y de rape. Y memorables también los postres. Casi tanta reputación como el salpicón tienen las filloas que Rosita prepara —extremas en su finura e intensas en su sabor— o el crujiente de almendra con fresas y crema de mascarpone. No conviene dejar de prestar atención a las sugerencias. El día de autos proponían callos, alcachofas salteadas con jamón y yema y hojaldre de manzana con nueces.

Buena parte del prestigio de esta casa deriva de su propuesta en lo relativo a la celebración de eventos. Las bodas de Casa Rosita son toda una institución. Y lo son por varias razones. Por la calidad de la materia prima, la misma de la que se sirve el restaurante. También por su generosidad en cuanto a cantidad. «Una boda es una fiesta, no puede faltar comida», justifica Mercedes. Y por el servicio y las instalaciones. El restaurante dispone de dos salones (el don Emilio y el Gardenia, en honor a aquella tercera generación). Este último ubicado en un espacio acristalado, anexo e independiente. Cuenta también con varias terrazas y jardines para el disfrute de los aperitivos al aire libre y una icónica escultura con forma de corazón, que hace las delicias de novios e instagramers.

ALBERTO LÓPEZ

Restaurante Campos, Lugo: «Las recetas de mi abuela cumplen 70 años»

Nicolás Vázquez tiene 32 años y representa la tercera generación del restaurante Campos, en pleno casco histórico de Lugo. En un edificio imponente de hace 250 años ellos se instalaron hace 70 cuando los abuelos, Manuel y Amparo, recogieron el testigo de un negocio, Campos, al que como cortesía por el buen trato durante el traspaso, decidieron mantenerle el nombre. Entonces comenzaron como una taberna, con el suelo aún de de tierra, y se dedicaban sobre todo a dar bebidas, aunque los clientes les llevaban productos de matanza para que allí mismo Amparo los cocinase. Su buena mano se hizo notar enseguida y sus guisos de chupchup cobraron tanta fama que el negocio giró a la casa de comidas tradicional, que en los últimos años ha evolucionado a restaurante.

«Mi abuela murió hace 4 años y estuvo hasta hace 8 en la cocina, se pasó toda la vida aquí, empezó a los 16, y de ella aprendimos muchas recetas que aún conservamos», presume Nicolás, que destaca la perdiz a la cazadora o la lamprea a la bordelesa que está en temporada. «Ahora una de las estrellas de la carta es el bogavante frito con huevo y patata panadera, pero si me tengo que quedar con un plato, me quedo con la perdiz», señala Nicolás, que evoca el buen gusto del restaurante Campos en las recetas clásicas de su abuela. «Este año cumplimos 70 años y tenemos ganas de hacer unas jornadas de platos clásicos para recuperarlos, como los calamares rellenos, que ella bordaba, o el Capricho de Amparo, que lleva su nombre y que es una cazuela de mero salvaje con gambas, patata cocida, almeja...», indica. Después de Manuel y Amparo se pusieron al frente del negocio Manuel y Chus, los padres de Nicolás, y ahora él se ha incorporado con el acierto en todo este tiempo, dice él, de haber sabido adaptarse constantemente para seguir siendo actuales: «Ahora aplicamos técnicas modernas a los platos de siempre, pero yo creo que la gente lo que valora es que no engañamos, nuestro producto es de altísima calidad, y aquí los clientes se sienten como en casa, porque cuidamos mucho el servicio». De postre, Nicolás recomienda «el mejor del mundo: el Capuchino». «Es como una milhoja, una pasta brick azucarada frita, con mousse de café y profiteroles con una reducción de Baileys y helado de nata». Hay mucho sabor hasta en sus palabras.

Santi M. Amil

Restaurante Orellas, Ourense: «Nuestra especialidad es la cocina de temporada»

Comer tiene un nombre en Bande: Orellas. Abierta en 1967, esta casa de comidas sigue ofreciendo día a día los platos tradicionales de la cocina gallega casera, elaborada con productos de calidad que nos ofrece el campo, en este caso el de la comarca de Baixa Limia. De las carnes de ternera rubia gallega criadas con pasto en la Serra do Leboreiro o en los montes del Xurés se surte la cocina de María José Vázquez para elaborar algunos de los platos clásicos que siguen triunfando en el restaurante Orellas, como el jarrete estofado, la carne ó caldeiro o el chuletón. Los días de feria en Bande —el 13 de cada mes— y los domingos, los callos no faltarán en el amplio comedor del Orellas. María José, cocinera y propietaria del establecimiento, explica que la filosofía es ofrecer «cocina de temporada». Sigue en ello el de la fundadora, su madre, Rosa Blanco. Así que en febrero que empiezan los grelos, uno de los platos que ofrecerán en su menú será el lacón con grelos. «Tenemos siete primeros y siete segundos, todos los días», destaca María José. O las truchas del río Cadós en su temporada, a partir de marzo. Los menús cambian cada día, pues en el restaurante Orellas tienen mucha clientela habitual, trabajadores o comerciales que pasan por la zona y que comen allí de lunes a viernes, explica María José. Al pie de la travesía de la OU-540, en la calle Faustino Santalices, 28, de Bande, la cocinera alude a que esos comensales que transitan por la carretera necesitan saborear platos variados.

Así, entre los primeros que se pueden degustar en el Orellas nunca faltará algún plato de cuchara, como caldo, sopa de cocido, fabada o lentejas y también la pasta, desde espaguetis a la marinera con sus almejas, gambas y mejillones, o con salsa pesto o carbonara. En esos platos de pasta a María José le gusta «experimentar». En los segundos, la carrillera, el jarrete guisado, pescados como la merluza o el rapante, un plato de pollo y, cómo no, de orejas son algunos de los que tenían en el menú de esta semana pasada. El pulpo, en fines de semana o por encargo, así como cualquier otro plato que se solicite previamente o para alguna celebración en banquete. El restaurante está abierto de 13.00 a 15.30 y de 20.00 a 22.00 horas; y de diez de la mañana a doce de la noche en la cafetería, que atiende Demetrio Cid, copropietario. Cierra los sábados.