Anna Freixas, autora de «Yo, vieja»: «Si cuidas siempre a los nietos, tus hijos te deberían pagar por ello»

Javier Becerra
JAVIER BECERRA REDACCIÓN / LA VOZ

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Alisa Guerrero

En «Yo, vieja» reivindica una vejez sin productos antiedad y abierta a nuevas formas de sexualidad. Una etapa para vivir sin culpabilidad y cuidándose para ser más feliz. Un momento para sentir el glamur de usar un bastón y no renunciar a la vida

09 nov 2023 . Actualizado a las 22:31 h.

Anna Freixas tiene 75 años. Los aparenta y está muy contenta con ello. Se considera una vieja, sin que el sustantivo contenga carga negativa. Tal es así que acaba de publicar Yo, vieja (Capitán Swing), un ensayo en el que esta escritora feminista y profesora universitaria jubilada traza un recorrido por los derechos de las mujeres mayores y plantea un modo de estar en el mundo. Lo hace repitiendo insistentemente el vocablo vieja. «Lo hago intencionadamente para desestigmatizarla —aclara—. Queremos sortear una palabra que forma parte de la vida. Es decir, eres niño, eres adulto y eres viejo. De la misma manera que ser niño no lleva asociado una serie de cosas peyorativas, que lo podríamos hacer, la palabra vieja sí. ¿Por qué? Porque está contaminada con unos prejuicios sociales que implican que la vejez es un estadio negativo de la vida, cuando en realidad es positivo. Primero, porque has llegado. Y segundo, porque las viejas y los viejos aportamos muchísimo a la vida, a la sostenibilidad, a la cooperación, al trabajo voluntario, la sabiduría, el buen hacer y el buen trato».

 —¿Es el momento de decir «soy vieja y estoy orgullosa»?

—Sí, totalmente, orgullosamente vieja. Y, sobre todo, ser vieja y poder parecerlo, no tener que disfrazarte de jovencita. Ser vieja no es ir como un trapo sucio por la calle, sino con los signos de tu edad y los años que has vivido. Es decir, tus arrugas, tus canas y tu cuerpo, que no es el de una niña de 30 años.

 —Eres muy crítica con los productos antiedad, pero reivindicas el cuidado. ¿Es difícil encontrar el punto medio?

—A mí me gusta pensar que cabemos todos, los que se cuidan y los que no. Pero yo llamo más la atención sobre aquellas cosas que a veces hacemos o parecemos los viejos que resultan molestas a la sociedad o que perpetúan el estigma de la vejez, porque te pones pelma, repites las cosas y que cuentas batallitas.

 —Afirmas que los productos antiedad son una forma de medicalización del cuerpo mayor.

—Vivimos en una sociedad mercantilista. Todo lo que se puede comercializar, se comercializa. Muchos negocios lo que te dicen es que la vejez es una enfermedad, que se puede tratar y que se puede medicalizar. Ahí surge todo ese comercio antiedad. Juega con el miedo de las personas y hace que la gente compre cremas y pague precios desorbitados por productos que son iguales que la crema Pepita de la esquina. Y eso contribuye a que las viejas sigamos siendo pobres, porque nos gastamos el dinero en estas cosas, en vez de hacerlo en ser felices, viajando o yendo a cenar. Todo es una consecuencia del mandato del imposible deber de la belleza. Eso lo vivimos desde pequeñas y esa es la última etapa: esta manía de mantenernos jóvenes, sin arrugas y todo eso. Todo es una mentira. Al final te incitan a someterte a una cirugía que es agresiva y que te deja una cara inexpresiva, falsa y patética. Hay una belleza para cada edad, debemos saberlo.

—Hablas, sin embargo, de un modelo aceptado: «Vieja exitosa, saludable, delgada y sexi, pero no mucho».

—Gustar, gusta a todas las edades. No solo a los 30. También a los 90. Quizá lo que hay que transformar es la idea de sexualidad. Hay una sexualidad mayor que implica atractivo, deseo, sensualidad y otras formas de piel. De la misma manera que a un bebé lo que más le gusta es que lo abraces y lo acaricies, ese deseo permanece toda la vida.

 —En el prólogo, Manuela Carmena te da las gracias por tu consejo de peinarse siempre por detrás. ¿Son muy comunes las viejas con ese pelo aplastado?

—[Risas] Cuando voy por la calle y veo esos rastros de haber estado en el sofá indica un poco de descuido personal. Es como salir en zapatillas por la calle. Por eso lo pongo en el libro. ¡Cuidado!

 —También reivindicas el uso de bastón como algo glamuroso.

—Sí, pero el bastón de viejo con su curva y todo. Es un instrumento estupendo que hay que desestigmatizar. Cuando vas con el de hacer senderismo todos dicen: «Mira qué vieja más glamurosa». Pero yo no apelo a ese, sino al de viejo.

 —«La masturbación es la práctica más satisfactoria y sostenible», dices. ¿No es eso algo que está totalmente oculto en la vejez?

—No se habla. Las primeras que no hablamos de ello somos las mujeres. Los hombres, como históricamente han fanfarroneado con el tema de la sexualidad, puede que sigan de viejos hablando, pero nosotras no. Las chicas jóvenes hablan más, pero en las mayores es todo oculto. Y, además, con cierta sensación de que este deseo que siento no es algo apropiado para una mujer de 70 y 80 años, que sigue masturbándose cuando le apetece o utiliza aparatitos para alegrarse. Eso está estigmatizado. Soy optimista y creo que va a cambiar.

 —¿El machismo es más difícilmente soportable siendo vieja que de joven?

—Yo pienso que cuando eres joven no te das cuenta y piensas que la vida es así. Cuando eres vieja ya sabes que no, que todo es un timo y que te han partido la vida por la mitad por chorradas. Hay autoras que reivindican que la menopausia tiene la ventaja de que recuperas la lucidez que tenías cuando eras niña. Te das cuenta de que todo ese mandato de heterosexualidad y feminidad que te has tragado entero no es real y lo desechas totalmente.

 —En el libro hablas de no cerrar las puertas a salir de la heterosexualidad en la vejez. ¿Es un paso frecuente?

—Hay muchísimas mujeres que se atreven a dar el paso de viejas. En el mundo heterosexual hay un doble estándar del envejecimiento. Los hombres tienen toda la libertad sexual y afectiva. Pueden tener 80 años y echarse una novia de 20. Pero tú tienes 75 y no puedes echarte un novio de 50. Bueno, lo puedes hacer, pero no es fácil. Hay mujeres que en el ámbito heterosexual no pueden encontrar eso. Pero hallan en una relación con otra mujer un mundo de buen trato, de sensualidad y sexualidad enormemente placentero. Además, las dificultades que tienen los hombres mayores no las tienen las mujeres mayores en el terreno de la sexualidad.

 —Criticas especialmente las residencias de ancianos. ¿Qué deberían cambiar?

—Más allá de todo lo que ocurrió en la pandemia, el modelo de residencias hay que replantearlo de arriba a abajo, en todos los aspectos. Tú entras en una residencia y pierdes la libertad. Pasas a ser un número. No estás en una residencia como si vivieras en un hotel, que es lo que debe ser.

—Propones que las abuelas cobren por las tareas de comida, merienda y recogida de los nietos. Un tema polémico.

—Hay que diferenciar entre trabajo puntual y sistemático. Si tú puntualmente recoges a tus nietos en el colegio, vale. Pero si los cuidas siempre y te conviertes en la persona que ejerce un trabajo, que si tú no estuvieras tendrían que pagarlo, tus hijos te deberían pagar por ello. Es una trampa de amor. Se supone que por amor hago un trabajo y no lo cobro. Mientras lo hago, perpetúo el modelo de la dependencia afectiva y económica. Estamos perdiendo una generación en avance. Porque mi hija, mientras tanto, no negocia con su pareja respecto a cómo combinarse o cómo resolver el problema.

 —¿Conoces casos?

—Hace poco surgió una noticia de una abuela italiana que lo pidió y la hija se enfureció. Fue a los tribunales y todo. Yo no conozco casos cercanos, pero creo es de las cosas que hay que plantear.

—Quizá llegue algún día a normalizarse eso, pero estamos lejos.

—Eso que dices, lo dice todo el mundo. A todos les sorprende, pero ¿sabes lo que he conseguido? Que de esto hable y piense mucha gente. ¿Por qué tiene que ser la abuela la que pida el dinero? Tendrían que ser los hijos los que tuvieran la dignidad de respetar y valorar ese trabajo de sus madres y decir: «Mamá, esto me costaría tanto, aquí tienes el dinero. Gracias». Porque como lo hace la abuela, además, no lo hará nadie más. Es una sinvergonzonería por parte de los hijos total. Hablo, insisto, del trabajo sistemático, no del puntual.

 —¿Qué es esa recomendación en la que dices «no los eduque, malcríelos»?

—Esas son algunas de las pequeñas travesuras que digo. Ser vieja y ser siempre formal es un rollo. Ser una vieja y un poco traviesa está bien. No seas una carcelera, invítales a un donut que sus padres no se lo dan nunca. Sé libre, también en la relación con ellos.