Sergio, un coruñés de 16 años: «Aún tengo pesadillas por haber maltratado a mi madre»

YES

ANGEL MANSO

Una madre que vivió atemorizada narra junto a su hijo cómo salir de esa espiral violenta: «Me obsesionaba pensando: ¿Y si por la noche estoy durmiendo y me clava un cuchillo?»

19 may 2021 . Actualizado a las 16:46 h.

En casa de Lola no podían comer todos juntos. Iban pasando por la mesa por turnos, para evitar el estallido de otra bomba. Un simple desplazamiento en coche podía convertirse en un infierno. Hacer algo en familia era impensable. «Todo lo que significaba estar juntos era un suplicio, un sinvivir. Era decir ‘por favor, que alarguen el horario del instituto'. Porque sabía que cuando llegase, volveríamos a empezar», relata esta mujer que vivía atemorizada en su casa de A Coruña junto a su peor enemigo, su propio hijo: «Era una situación de llegar a las manos, de tirar cosas, de dar golpes a los muebles. Hubo un momento en que llegué a tener claro que lo iba a denunciar para que se lo llevaran de casa, porque yo ya no podía. Me obsesionaba pensando: ‘¿Y si le da por pasar de los empujones a pegarme más fuerte? ¿Y si por la noche estoy durmiendo y me clava un cuchillo? Si esto va a más, qué va a ser de mí'? Por supervivencia, era o él o yo», indica. Ese ‘él' es Sergio, su hijo de 16 años. El mismo que hoy tiene la valentía de reconocer lo que hizo y al que le pesa el mayor de los arrepentimientos. Pero llegar hasta aquí no ha sido ni rápido ni fácil.

A LOS 12 ESTALLÓ TODO

Hacía solo un mes que habían empezado las clases y Lola recibió una llamada del colegio. Sergio tenía tres años y no paraba quieto ni percibía el peligro. Tras un estudio le diagnosticaron TDH y también altas capacidades. Después de acudir a muchos psicólogos y probar todo tipo de terapias y de métodos, como los famosos puntos, premios, castigos y recompensas, él fue creciendo e iniciaron su tratamiento químico con fármacos. Pero el calvario comenzó a los 12 años y no fue por el TDH. Madre e hijo están de acuerdo con que el principio de la ESO marcó también el del fracaso escolar -repitió un año, pero ya ha logrado reconducirlo-, y el del maltrato.

Mi vida era llorar, pero una madre no tiene que aguantarlo todo. Mi vida va primero

«La orientadora sí sabía lo que pasaba en casa, pero los profesores no. Les tenía más respeto a ellos que a mis padres», dice él. Gracias a esa orientadora que, en palabras de Lola, les salvó la vida, acabaron en la Fundación Amigó y su Proyecto Conviviendo, especializado en la violencia filioparental. Claudia Rodríguez, psicóloga y coordinadora en la sede coruñesa de la entidad, advierte de que no es ese el único perfil escolar del maltratador. «También hay chicos que sacan notas increíbles, que en clase son alumnos diez y modélicos, y que con sus amigos no tienen ningún problema. Pero llegan a casa y son los peores enemigos de su familia», indica la experta, que lanza el más útil de los avisos -«si no se reconduce a tiempo, erróneamente las familias piensan que se va amainando, y es al contrario. Va a peor»-. Rodríguez alerta de que los casos no hacen más que aumentar, y señala que «al final, tiene que venir alguien famoso como Rocío Carrasco para poner el foco en algo que están sufriendo en silencio muchísimas familias». El TDH, añade, no es ni mucho menos la causa de la conducta del menor. Solo le afecta a la hora de reprimir su impulsividad.

El motivo real de su violencia no era otra que el hecho de que Sergio no asumía la autoridad de sus padres, el denominado como síndrome del emperador. De hecho, su maltrato era a ambos. «No tuve más violencia con uno que con el otro. Con mi padre era física y con mi madre psicológica, a ella solo la llegué a empujar. Pero la que más sufrió es mi madre, porque estaba en el medio. Mi padre siempre me impuso mucho, pero yo veía esto como una manada en la que el león más joven se había hecho más fuerte que el mayor. Nos peleábamos y pillaba a mi madre en el medio, porque éramos su marido y su hijo», narra el niño con valentía, recordando cómo solían desatarse esos episodios: «Normalmente esos días empezaban con mi padre y conmigo discutiendo, hasta que se nos iba de las manos. Él se marchaba y la cosa seguía caliente, así que empezaba a gritar con mi hermana pequeña hasta que mi madre se metía. Llegó hasta a desmayarse. Yo solo sé que la pastilla rosa que tiene en el bolso es la que hay que ponerle debajo de la lengua cuando le pasa eso».

Antes era un chaval que ni yo me veía futuro a mí mismo

Aunque en la fundación les enseñaron que aquí no hay culpa, ni buenos ni malos, Sergio no puede evitar sentirla: «De lo que más me arrepiento es del tiempo que hice llorar a mi madre. La he hecho llorar y, en vez de callarme la boca, seguía gritando. Aún a día de hoy lo pienso y tengo pesadillas. Ahora la ayudo emocionalmente, y estoy intentando solucionar todo lo que rompí en el pasado». También la confianza, ya que Sergio confiaba más en sus amigos que en su familia. Hoy les cuenta muchas cosas, pero quienes más saben de él son los profesionales del proyecto que lo salvó. Más de un año acudieron semanalmente a terapia. Hoy están dados de alta, aunque él va a refuerzo escolar y siempre que lo necesita.

LAS MADRES DEL COLEGIO

Lola está medicada y llegó a hundirse tanto que le concedieron la incapacidad temporal, pero es feliz por haber dejado atrás ese infierno. Su hijo utilizaba la violencia para conseguir sus propósitos, aunque solo fuese salir con sus amigos, y ella acababa dejándolo por puro agotamiento. Tuvo que superar también el desgaste de su matrimonio y el hecho de ser juzgada por otras madres. «Mucha gente opina que una madre tiene que soportarlo todo», deslizamos. «No», responden ellos al unísono. «Una madre tiene que ayudar a su hijo, porque hay muchas que los tapan. Yo pensaba que era mala madre y punto, que no sabía educarle. Había momentos en que estaba deseando que se fuera de casa, pero después me moría al pensar en si le pasaba algo. Era como una droga, le necesitaba pero no podía estar con él», indica Lola, que estuvo expuesta a una condena pública: «Somos las madres las que más juzgamos a las madres en las puertas de los colegios. Yo a veces pensaba ‘por dios, debo vivir una vida de mierda, no le doy enseñado'. Porque sus hijos estudian mucho, recogen sus cuartos, hacen de todo. Y yo entro en mi casa y veo un playero en el salón, un calcetín volando... A la madre la sociedad le dice que tiene que aguantar todo, pero hay veces en las que hay que decir hasta aquí. Ya como persona, no como madre».

Los dos años que tardaron en llegar al Proyecto Conviviendo, desde los 12 de Sergio en los que todo empezó a ir cuesta abajo y sin frenos hasta los 14, fueron los más largos de su vida. Pero hoy la situación ha cambiado tanto que hasta pasaron una buena cuarentena y se fueron de casa rural todos juntos. Están que no se lo creen. «Cuando me di cuenta de todo pensé: ‘¿Cómo he podido hacer lo que he hecho y no pensar en la gente que ha estado conmigo siempre?'. Tengo que dar mucho las gracias, porque antes era un chaval que ni yo me veía futuro a mí mismo», dice Sergio ante una madre embelesada. El año que viene empezará bachillerato y tiene toda una vida en familia por delante. «Este es un proceso tedioso, pero con mucha recompensa», añade ella. Y no hay más que verles.