ANTONIO PASTOR

20 oct 2019 . Actualizado a las 17:56 h.

El cine y la literatura han jugado muy bien con las angustias de los falsos culpables, material sensible para conectar con cualquiera que conviva con el miedo a ser señalado por algo que no hizo. En la cumbre de este conflicto es fácil colocar al sistema judicial norteamericano y su pena de muerte, un recurso intrínsicamente repugnante que se convierte en insoportable cuando cunde la sospecha de que la pena capital es en realidad una pena cargada de prejuicios, y que más de un inocente ha sido frito en la silla eléctrica o liquidado con la más aséptica inyección de tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio, siempre que funcione a la primera.

La gran falsa culpable contemporánea de nuestro país se llama Dolores Vázquez. Su rostro llegó a ser considerado el semblante de la maldad durante los años en que la justicia la creyó culpable de haber asesinado a Rocío Wanninkhof. Todo parecía jugar en contra de esta gallega víctima de una lasaña de prejuicios en capas, entre las que su orientación sexual no fue el más insignificante. En su caso no hubo presunción de inocencia ni investigación independiente, y solo una cabriola científica permitió encontrar al verdadero culpable 17 meses después de haber sido condenada y cuando ya era considerada la gran malvada de toda una época, una mujer «fría, calculadora y agresiva», según el objetivo y feminista retrato de una agente que se infiltró en su entorno para esclarecer los hechos.

UN ERROR DESCOMUNAL

El terrible drama de Dolores Vázquez no concluyó con su liberación ni con la constatación del descomunal error cometido por el sistema policial y judicial. A los culpables de la gravísima injusticia no les importaron sus problemas para encontrar trabajo, ni el exilio voluntario en Inglaterra al que se sometió para intentar pasar página. Nadie compensó a esta gallega por el disparate, nadie le pidió perdón. Veinte años después de aquel fallo judicial, el caso Wanninkhof sigue proporcionando metralla mediática aunque Dolores Vázquez siga en silencio. Imposible saber qué tipo de angustia sintió durante aquellos miles de horas en que el sistema la señalaba; entender cómo se gestiona semejante frustración. Suponemos en ella una inconsolable sensación de abandono y un miedo absoluto a que el error la considerara culpable de por vida y la confinara a una especie de presidio vital más allá de los años que hubiese pasado en la cárcel.