Lluís Homar: «Si no hay entusiasmo, la aguja marca que algo no va bien»

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Xavier Torres-Bacchetta

Quería ser Marlon Brando. Y fue Hamlet, el papa Borgia, el rey Juan Carlos, un robot que ganó el Goya. Con Almodóvar bajó del cielo al infierno. Hoy es en escena un Ricardo III diabólico y se confiesa en el libro «Ahora empieza todo». «He tardado 40 años en entender por qué quiero las cosas», asegura Lluís Homar

03 jun 2017 . Actualizado a las 09:09 h.

Lluís Homar (Barcelona, 1957) quería ser Marlon Brando. «Yo quedaba hipnotizado por aquella fuerza, aquella presencia, aquel magnetismo. Quería ser Marlon Brando, pero el pelo no me ayudaba. Empezó a caérseme a los diecinueve», cuenta. Hoy Homar quiere ser Lluís. Y vuelve a Shakespeare. Es un Ricardo III diabólico con 40 años de tablas. Ahora empieza todo, dice seguro a sus 60. El que fue el rey Juan Carlos en su día más difícil, lanza en Now Books un libro de memorias que descubre su orgullo, su inseguridad, el miedo grande que le acompaña desde niño, su debut a los 6 años, la llegada a Nueva York en los 80, los sueños de cine, los golpes de la vida y su pasión por su oficio. «Es ahora cuando siento que todas las cosas que me han pasado las tengo en su sitio. Es importante perdonar. En el momento en que perdonas aceptas cómo han sido las cosas», asegura el actor y director teatral. A pesar de las dificultades, él siempre ha encontrado mecanismos para conectar con el entusiasmo: «Si eso no se produce es que la aguja marca que algo no va, hay algo que no va bien. Yo tengo una gran dosis de entusiasmo en reserva».

-Vuelves atrás mirando adelante, sintiendo que empieza todo. Y revelas que de niño eras muy malo y muy simpático, como decía tu profesora Roser.

-Roser Capdevila, la dibujante de Las tres mellizas. Bueno... ¡eso decía ella!, que era muy malo, muy malo, muy malo... ¡pero tan simpático!

-¿Dejamos de ser alguna vez los niños que fuimos?

-No, y de eso se trata, de no soltar de la mano a ese niño. Durante mucho tiempo he tenido a la sensación de decirle a mi niño «tú calla, tú no, tú molestas». Pero todos somos únicos y nuestra genuinidad tiene que ver con nuestro niño, con aceptar la parte frágil que tenemos aunque ante el mundo nos mostremos con nuestra armadura, como si fuésemos gigantes.

-«Ahora empieza todo» nos deja con el corazón en un puño: a los 2 años estuviste a punto de morir deshidratado. Por desconsuelo. Por una enfermedad de tu madre.

-Sí... por una circunstancia que viví como un abandono. Alguien me explicó que cuando un niño pequeño se siente abandonado la tendencia es dejarse morir. Y eso me pasó. Mi hermana mayor decía: «Lluís se va a morir», me cuentan. Supongo que al no poder acercarme a mi madre durante esos seis meses que estuvo enferma de hepatitis mi relación con el mundo cambió.

-Pero pudo el instinto de vivir.

-Y mi madre, que era muy creyente, murió convencida de que yo me había salvado por un milagro de la Virgen de Lourdes. Siempre me decía: «Ve a Lourdes a dar las gracias»... cosa que no hice.

-«Desde pequeño, yo era el hermano que tenía miedo». Pero el primero de los ocho en echarse al agua, el primero en aprender a nadar. ¿Qué otras cosas te gustaban de pequeño?

-Me gustaba mucho jugar con mis hermanos... siempre me gustó el Scalextric, y el gusto por el juego volvió cuando nació mi hijo Isaac, el de saborear las cosas en sí mismas, sin necesidad de que sirvan de algo. Tengo la sensación de que mi jugar es un disfrutar de las cosas por lo que son. Un saber disfrutar del no hacer. La vida consiste a veces en superar pruebas y el juego es el antídoto a esto.

-El Goya llegó por «Eva» en el 2012, por un robot que tenía su corazón.

-Fue uno de esos personajes que caen en gracia y que había que construir. Porque un robot humanoide... ¿cómo se hace, cómo tiene que ser? Creo que nunca en mi vida he trabajado más para preparar un personaje en el cine. El robot en Eva era, al final, el más humano. Esa paradoja estaba en el guion y es algo especial. Yo me he enamorado de todos mis personajes, pero hay algunos que se resisten más. Y quizá por mi procedencia del teatro yo no estaba lejos de ese papel.

-Quisiste ser el mejor actor del mundo, pero «la victoria no está en ser el mejor -señalas-, sino en sentirte vivo con lo que haces». ¿Cuál es el gran premio?

-Los premios importan... Yo me he sentido triste cuando no me los dieron, pero al final el premio importante es el que uno se da a sí mismo. Que tú te consideres en función de lo que otros opinen de ti es... no me sale la palabra, una mancança, daña tu autoestima.

-¿Te ha costado mucho tiempo y terapia decirte: Yo valgo por lo que soy?

-Sí... 27 años de terapia. Siempre he tenido un problema de inseguridad. Orgullo también, pero el orgullo es otra cosa. Siempre ha habido en mí una parte de autoestima baja. Hay un punto de dependencia de lo que otros piensan tal que, cuando hay cierto desencuentro, el abismo puede ser terrible. Me pasó con Almodóvar. Eso no es cosa buena. Es cierto el dicho: «Soy lo mejor que tengo a pesar de mí mismo». Si te hacen una buena crítica o te dan un premio, pues qué bien, ¿no?, pero insisto, tienes que creer en ti.

-Con Almodóvar fue tocar el cielo con «La mala educación» y bajar al infierno en «Los abrazos rotos». El libro revela que a Almodóvar tardaste mucho en perdonarle.

-Sí, sí, pero yo no quiero hacer una valoración de Pedro, sino hablar de una situación concreta. Hay una frase que dice: «Lo que ha pasado es lo mejor que podía haber pasado porque es lo que ha pasado». Para mí, Pedro era casi Dios y con La mala educación vivimos un idilio profesional. En Los abrazos rotos sentí que no había... «Que no, que no, que no, no me gusta lo que haces, que me suena teatral», te dicen. Y te sientes cuestionado en todo. Yo soñaba con ese papel con Almodóvar, es como si se te abriese el mundo. Y cuando parece que vas a vivir lo más maravilloso resulta que se convierte en lo último que podrías desear. Fue una lección de vida. Cuando alguien como Almodóvar siente que no cumples sus expectativas, parece que no vas a volver a levantar cabeza. A veces todo se gira en contra cuando puede parecer que tienes lo más... Ese más se puede convertir en lo más jodido [risas] La vida también es eso. Me han hecho daño, pero yo también he hecho daño.

-Cuatro millones de espectadores te siguieron como el rey Juan Carlos. Para llenarse de orgullo y satisfacción.

-Fueron 6,5 millones el primer capítulo y 7 el segundo. ¡Lo digo porque no me había pasado nunca! Fue un papel que preparé con ayuda de Manel Fuentes. Era el imitador más humano del rey, los demás eran muy paródicos. Yo tuve la oportunidad de hablar con él y me fue muy útil. Yo no tenía que imitar al rey, tenía que ser el rey. Al principio los productores tenían un poco de miedo porque querían que hablara normal... o sea, normal, ¿no? Y yo pensaba: con ese hablar tan característico del rey, ¿cómo se puede hacer? Y cuando se enfadaba solo teníamos la referencia del «¿Por qué no te callas?» que le dijo a Chávez. Así que cuando se enfadaba, el personaje se me iba... Me dio mucha impresión interpretar a un personaje real, nunca mejor dicho.

-¿Es la tele un medio menor?

-No, y ahora menos que nunca. Es una visión que han desbancado los hechos. Creo que fue Jodie Foster quien dijo que hoy el riesgo y la verdadera apuesta artística no está en el cine, sino en las series de las televisiones.

-El rey en «El día más difícil del rey». ¿Cuál fue ese día para Lluís?

-Pues... No lo había pensado. Diría antes los más felices... El nacimiento de mis hijos, el día que cogí de la mano a una chica por primera vez, con 14 años; el primer beso; o cuando me dijeron de entrar a formar parte del Teatre Lliure; tenía 19 años, me parecía un sueño hecho realidad.

-El éxito antes era para ti ser el mejor actor del mundo. Ahora es «otra cosa».

-Trabajar en proyectos en los que me pueda sentir implicado. Vivo. Y si tiene que llegar el gran papel de mi vida, que todavía sueño, ya llegará. Y si no, no pasa nada. Habré llegado hasta aquí.