Aquellos teléfonos fijos

YES

31 dic 2016 . Actualizado a las 05:05 h.

Suele asegurarse que ningún libro de ciencia ficción predijo la telefonía móvil ni las utilidades infinitas que hoy encontramos en un iPhone. Pensemos en lo rápido que ha ido todo y en el poco tiempo que hace que vivimos conectados más allá de nuestras posibilidades. A los menores de veinte les suena a batallita de la abuela, pero apenas hace dos décadas que los teléfonos despegaron de las mesillas y se convirtieron en relojes, radios, discotecas, cámaras de fotos, bibliotecas, periódicos, linternas, despertadores, gimnasios, salones de juego, prostíbulos, cocinas y hasta instructores de yoga o termómetros basales con los que programar un embarazo. Hasta entonces, recuerden, había unos aparatos que se llamaban igual pero que apenas servían para que dos personas separadas en el espacio pudiesen mantener una conversación. Hoy puede parecer un cometido poco ambicioso pero aquella humilde telefonía le dio a la humanidad progreso y poesía. En torno a aquellos artefactos de baquelita se organizaba la familia. Estaba el cuelga, niña, que estoy esperando una llamada importante; los días de Navidad con la agenda en mano y la yaya felicitando a todos los parientes; la llamada terrible que comunicaba una muerte inesperada; la llamada equivocada; la que comunicaba; la que no recibía respuesta; la del desconocido oculto protegido por la imposibilidad de conocer el número del emisor. El teléfono se acomodaba al ritmo de la vida y era un mismo elemento compartido y administrado por todos, un cordón umbilical con el exterior con ciertos poderes sobrenaturales. Nada más inquietante en aquellos apagones eléctricos frecuentes que de repente sonara el teléfono. Nada más desesperante que las sobrecargas en el servicio cuando a los tres segundos de empezar un año toda España se abalanzaba sobre su terminal para cumplir con el ritual. Nada más estresante que una conferencia que había que apurar a buen ritmo para evitar que la factura se disparara.

Era difícil prever todo lo que iba a pasar el día que el teléfono se despegó de la pared y se nos metió en el bolsillo. Hace años que circula por la red el vídeo de unas chicas que quieren hacer una llamada con el teléfono de mesa habitual en las casas de los años noventa y que no saben por dónde empezar. Ni siquiera aciertan a descolgar el aparato, ni adivinan cómo gira el disco de los números. Aquel monstruo es para ellas una antigüedad de complexión inextricable, como si nosotros nos hubiésemos enfrentado a un coche con manivela.

Estos días vemos en los periódicos las fotografías de las últimas cabinas. Habitáculos sin uso, abandonados por la modernidad, con los que nadie sabe muy bien qué hacer. Cuesta enterrarlas, como si aún fuéramos conscientes del gran servicio que han prestado a la humanidad. La cantidad de historias íntimas cobijadas en una cabina; secretos, confesiones, despedidas. Un lugar para protegerse de la soledad o de la ausencia. Un confesionario sin cura ni padrenuestros de penitencia. Un destino al que llegar mientras se aguantaba la cola. Y todavía hoy, mientras funcionen y no las cerremos para siempre, una posibilidad de llamar sin que seas geolocalizado, rastreado o escaneado.