Leire Quintana: «Atravesar la puerta del monasterio provoca una frenada en seco»

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CEDIDA

No es la Audrey Hepburn de «Historia de una Monja», pero su valiente experiencia vital merece ser contada. Ella es una mujer de nuestros tiempos que decidió abandonarlo todo para ingresar en un convento de clausura. Tuvo que afrontar retos como vestir el hábito, respetar un horario estricto, labrar la tierra o someterse a la obediencia. No fue fácil.

24 sep 2016 . Actualizado a las 05:15 h.

Con treinta y siete años, Leire Quintana (Bilbao, 1972) decidió dejar la empresa en la que trabajaba e ingresar en un monasterio de clausura. Una decisión radical que la cambió para siempre. Tras pasar allí cinco años, optó por regresar a la vida mundana. Leire comparte con nosotros esta experiencia vital que también ha plasmado en su libro Una canción inesperada (editorial Maeva).

-¿Qué te llevó a optar por la vida monacal?

-Desde joven me habían atraído los monasterios, el silencio de las iglesias, el canto de los monjes durante la liturgia y la paz que todo ello me transmitía. Un verano visité el monasterio en el que ingresé cinco años después y me admiró la alegría de las monjas, su cercanía y sobre todo la felicidad que expresaban sus gestos sencillos. De algún modo yo anhelaba lo que ellas evocaban: paz, recogimiento, simplicidad y estar despiertas, presentes y con el corazón abierto.

-¿Encontraste lo que ibas buscando?

-Sí, lo encontré. Encontré lo que siempre había estado delante de mis ojos pero era incapaz de reconocer. Podría decir que es el amor mismo que tantas veces adopta disfraces con los que nos confunde. El amor que es y que somos se me hizo evidente en el monasterio, en la vida comunitaria.

-¿Qué fue lo más difícil de asumir?

-Antes de ingresar, lo más difícil fue escuchar esa voz insistente que me empujaba hacia un camino totalmente distinto, desconocido y que provocaba un cambio radical en mi estilo de vida. Una vez dentro, lo más difícil fue aceptar una regla de vida desafiante para mí. Desde llevar un horario estricto hasta vivir en un entorno cerrado, pasando por la obediencia. Cualquier aspecto menor supuso todo un reto.

-¿Y lo más satisfactorio?

-Vivir con simplicidad, labrar la tierra, estar en contacto permanente con la naturaleza, alimentar la actitud de reverencia, no solo en la capilla y durante la oración, sino en las relaciones, y sobre todo, vivir en comunidad, abrazando lo diferente y disfrutando de la originalidad de cada hermana. Poder tener la experiencia de unidad; saberse con un solo corazón y una sola alma, es lo más bello que te puede suceder.

-¿Cómo se pasa de la individualidad y estrés de la vida de una ejecutiva a la tranquila vida del convento?

-Aunque la vida monástica no es tan tranquila como se pueda imaginar, lo cierto es que atravesar la puerta del monasterio provoca una frenada en seco. Los códigos son distintos, los ritmos, las prioridades son muy diferentes a los que se viven en el mundanal ruido. Es un aprendizaje lento y cuesta asimilar que la vida monástica no está hecha para hacer muchas cosas, para acumular experiencias o relaciones. No está volcada hacia fuera, sino hacia dentro, hacia el propio corazón y eso, aunque es fantástico, conlleva dejar atrás la velocidad de la mente y entrar en una quietud que, aunque deseable, paradójicamente, nos provoca resistencia.

-¿Echabas de menos el móvil, Internet?

-Al entrar en el monasterio, di de baja mi móvil pero no significa que no pudiésemos hablar por teléfono o hacer uso de Internet. Lo cierto es que la necesidad de estar permanentemente conectada al exterior va desapareciendo y las llamadas o las entradas en Internet se van haciendo menos frecuentes. Por otro lado, en el monasterio se reflexiona sobre el uso de las nuevas tecnologías y no se niega su utilización, sino que se orienta hacia lo que pueda beneficiar la vida de la monja y de la comunidad.

-Y la forma de vestir, ¿fue un shock verte con hábito?

-Al principio me veía muy rara, sobre todo por el velo. Con el tiempo aprecié esa sencillez y esa estética. Mi mirada cambió y el hábito se convirtió en una prenda muy querida.

-¿Cómo es un día en el convento?

-La vida de la monja se plantea sobre el equilibrio del ora et labora (reza y trabaja). Los tiempos de oración son siete. Comienza con la oración de vigilias, a las 5 de la mañana y termina con la oración de completas, a las 21. Entre tanto, las monjas trabajan. Los monasterios son autosuficientes y cuidan de su supervivencia a través de un determinado proceso productivo. En los monasterios se trabaja en fábricas, obradores o talleres que se encuentran en clausura. El producto de ese trabajo se vende. También hay tiempo para la formación, espacios para el estudio o la oración en privado y encuentros comunitarios.

-¿De qué hablan las monjas?

-No hay una única respuesta, cada monja tiene sus intereses e inclinaciones. A una monja le puede interesar el cultivo ecológico y a otra saber cómo funciona una centralita telefónica. Muchas veces simplemente hablamos de la familia o de otras comunidades con las que tenemos una relación de amistad o de acontecimientos de la vida comunitaria o de la orden.

-¿Ser monja es una nueva «moda»? Lo digo porque últimamente parece que lo esté con programas en la tele de jóvenes que quieren ser monjas, o monjas mediáticas como sor Lucía que se convierten en estrellas del Twitter.

-Dudo que ser monja esté de moda. Pero me parecería maravilloso que se multiplicaran experiencias genuinas de monjas o mujeres que han saboreado la vida religiosa y que nos ayuden a abrir los ojos, a vivir despiertos.

-El modelo de mujer hoy en día es muy exigente: bella, inteligente, perfecta...  

-En el monasterio las mujeres son lo que son sin aderezos y esto es algo bellísimo. Palpas su creatividad, su capacidad de trabajo, su corazón y la profundidad de su alma. Y percibes que el horizonte de la mujer es enorme cuando se va liberando de algunas de las esclavitudes sociales.

-Hablas en el libro de la libertad de la clausura. ¿No son palabras contradictorias?

-Pueden serlo en la superficie pero se da la paradoja de que la vida en clausura te enseña a ser libre. Fundamentalmente, libre para elegir la actitud con la que vivir los acontecimientos. Naturalmente, esa libertad se va adquiriendo a medida que se reconocen las propias esclavitudes. Y no son los muros, sino determinadas creencias las que nos esclavizan. Creencias que nos hacen cada vez más pequeños, más raquíticos. Salir de ahí supone una gran libertad.

-Reconoces que te sentías como un marciano con traje de luces. ¿Cómo aguantaste ese primer año las incomodidades de la vida monacal y la falta de la relación con el exterior, la familia, los amigos?

-No fue fácil, pero intuía que todo ello tenía un propósito. Separarse del mundo conocido es atravesar un desierto que contiene una enseñanza. Las emociones que provoca (tristeza o incluso desolación) te abren a una dimensión más profunda y desconocida de ti misma. Te ponen en contacto con la soledad del corazón y ese es un terreno fértil para que pueda crecer lo nuevo.

-Y tras cinco años de alegrías y sufrimientos vuelves al mundo... ¿Por qué? ¿Cómo ha sido la re-adaptación?

-Reconocí que la sed que me había conducido al monasterio había sido colmada y pude entender que tocaba volver a casa. La readaptación ha sido fácil. Salí feliz, con una maleta llena de enseñanzas, que he seguido poniendo en práctica hasta hoy.