Love is in the air

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE V TELEVISIÓN

YES

02 abr 2016 . Actualizado a las 05:05 h.

Conviene no ponerse muy estupendos al reivindicar la liberación sexual como una conquista contemporánea. Igual que tendemos a tener mala memoria climatológica y a defender con una convicción aplastante que ya no hay veranos como los de antes, ni inviernos como los de nuestra infancia, ni nieblas como las de aquel diciembre, ni bochornos como los de 1975, como si el cambio climático fuera una especie de ventilador que estuviera barriendo la atmósfera delante de nuestros ojos, pues así nos sucede con asuntos de naturaleza social sobre los que nos falta perspectiva, entre otras cosas por el paredón que supusieron los cuarenta años de dictadura franquista, con todos sus bozales.

El amor se ha puesto de moda en España, como si aquel talante de Zapatero hubiese evolucionado hacia asuntos mayores. Se empieza practicando la amistad y el roce acaba llevando a los amigos al catre, un lugar muy práctico para ponerse de acuerdo. Ya decían en el 68 que es mejor hacer el amor que la guerra pero, ojo, porque la erotización de la realidad no es un asunto reciente. En 1785 el marqués de Sade escribió Les 120 journées de Sodome, todavía hoy un referente del libertinaje, escrito por el autor en la prisión de la Bastilla y en el que se compendian con detalle las 150 pasiones simples y las restantes «complejas, criminales y mortales». Pocas cosas de las muchas que puede imaginar una mente cuando se dispone a explotar su carnalidad quedan al margen de la dotación de Sade para la lujuria, uno de los primeros escritores que, por ejemplo, teoriza sobre el dolor como inductor del placer sexual.

No digo yo que España se haya convertido estos días en una especie de castillo de Silling en el que hay problemas de aforo para retozar, pero entre las aportaciones de la nueva política está sin duda la apelación al amor como forma de afrontar la gestión pública. «Amor es mirar en la misma dirección», se han llegado a decir Pablo Iglesias e Iñigo Errejón en los días en los que diputados del entorno de Podemos se restregaban los morros en el Congreso en un saludable acto de normalidad que, no seamos parvos, tenía toda la intención. La frase recordó un poco a aquella ñoña de la ñoña Love story, «amar significa no tener que decir nunca lo siento», repudiada por todos a los que inevitablemente la cursilería les produce un sonrojo insoportable. Aún así, entre el «estamos trabajando en ello, hemos dedicado tiempo ayer y hoy por la mañana a trabajar en ello exactamente» y el «esa belleza, nuestro brillo en los ojos, es la fuerza de Podemos» dista un abismo que muchos agradecen, aunque todo al final acabe sonando a adolescencia.

Este quizás sea el matiz del momento. Porque frente al sexo adulto y brutal del marqués de Sade, incluso frente a la pasión madurada que aparece con el tiempo, este brote amoroso que nos invade se parece mucho a esa afección amanerada que practican los mocitos con la inocencia de quien se entrega por primera vez.

Podemos, Vargas Llosa y Cristina Pedroche nos han devuelto a todos a la pubertad. Pero después hay que seguir viviendo.