José Ramón, Cheyenne, ha creado un espacio donde jugar en comunidad
18 sep 2024 . Actualizado a las 00:40 h.«Yo ya era un friki cuando esa palabra era un insulto». Así se define José Ramón Vilas, más conocido entre sus amigos como Cheyenne. Este licenciado en física cultiva una pasión desde que es niño: los juegos de mesa. Su afición no solo le ha acompañado en sus momentos de ocio sino que le ha llevado a crear su pequeña comunidad. Desde hace diecinueve años, el local que tiene por nombre su apodo ha sido el lugar donde los aficionados a los juegos de mesa de la ciudad se reúnen y pasan horas delante de tableros, figuras y manuales.
Ramón fue durante muchos años el propietario de una productora audiovisual llamada Romvd. Fue en su local en donde empezó a guardar las cajas con los juegos a los que ya no les encontraba un hueco en casa y sus clientes se empezaron a interesar. «Se acabó convirtiendo en un punto de reunión donde la gente venía a jugar contra mí».
A pesar de que en aquel momento Ramón lo consideraba «un hobbie a punto de morir» con la llegada de los videojuegos, la comunidad fue creciendo.
«Primero lo monté con un socio en la calle Portanet. Él se encargaba de la parte donde se jugaba al Scalextric y yo de la zona de los juegos de mesa». Aunque ese espacio acabó cerrando, él consiguió abrir el Cheyenne en un local de la calle Torrecedeira. «Había gente que literalmente vivía allí. Yo era autónomo y solía ser bastante flexible con el horario. Algunos días abría a las cuatro de la tarde y la gente se iba a las siete de la mañana del día siguiente».
Lo que empezó como un espacio donde guardaba 400 juegos, se ha convertido hoy en un lugar de reunión en el que acumula 1.800.
«Para poder mantener el local llegó un punto en el que tenía que cobrar, aunque fuera poco». Pasar la tarde y parte de la noche en el Cheyenne cuesta cinco euros.
Aunque lo que más le gusta a Ramón es jugar, hoy en día casi no puede hacerlo. «Mi función ahora es más didáctica, voy mesa por mesa explicando los juegos cuando me lo piden».
Pero, ¿cómo consigue saber las reglas de casi dos mil juegos? «Todo el tiempo que no trabajo, o que no estoy aquí lo dedico a leer manuales», cuenta.
Actualmente trabaja en la rama de servicios de un laboratorio de la universidad de Santiago y aprovecha hasta los viajes en autobús para leer estos textos: «En la mochila ahora mismo llevo ocho manuales».
Ramón, además de participar en eventos relacionados con los juegos, ha llegado a organizar los suyos propios como el Decatlón Cheyenne, donde los participantes competían durante unos meses por alcanzar el máximo de puntos, y el trivial que se disputa todos los primeros jueves de cada mes. Este último surgió porque «un día lo trajo un chico hecho y gustó tanto que ahora las preguntas las traemos preparadas mi socia y yo”. Es en esos días cuando Cheyenne ha llegado a conseguir un aforo de cincuenta personas.
Su compañera y socia, Nuria Domínguez, llegó al Cheyenne para jugar y ahora forma parte de este equipo de dos. Para quienes piensan que esta afición no está hecha para ellos, Nuria cuenta que en este lugar aprendió que «siempre va a haber un juego para ti». Por eso para ella es muy importante la función de su socio. «Él ve a una persona y charlando un poco ya sabe que juego le tiene que dar para que se quede enganchado».
Otra gran debilidad de Ramón es hacerse con nuevos ejemplares. Aunque reconoce que al principio casi todo valía, ahora sigue un criterio: «Nunca los compró cuando los sacan. Dejo que pase un tiempo y veo lo que opina la gente. Si después de un mes siguen hablando del juego, lo compro».
Él apuesta desde el inicio por adquirir la mayoría de estas reliquias en los comercios locales de la ciudad. Aunque sus estanterías están llenas de coloridas cajas, siempre encuentra espacio para una más: «El mes pasado compré trece juegos».
Sin embargo, a pesar del tamaño de la colección, no sé olvida cuándo compró su primer juego: «Fue en el año 1988 y lo conseguí en El Corte Inglés. Se llamaba Space Crusade».
En los años en los que no tenía tanta variedad a su alcance, se las ingeniaba también para conseguir novedades desde Reino Unido.
Entre las paredes de Cheyenne, que guardan más de mil coches Scalextric y más de 22.000 miniaturas, consigue crear lo que él llama un hogar. «Mucha gente dice que prefieren jugar aquí porque se sienten como en casa».
En un presente, donde lo digital parece haber ganado muchas batallas, todavía quedan enamorados de lo presencial y analógico como los clientes de su negocio. «Es un lugar íntimo donde socializar y conectar con gente parecida a ti», explica Nuria.
Cada vez son más los que se unen a este pasatiempo e incluso han visto cómo han ido cambiando los roles sociales: «Al principio este era un mundo muy masculino. El 90 % eran chicos, y desde hace cinco años cada vez hay más mujeres. Muchas veces son ellas las que traen a sus parejas o amigos», explica Ramón.
Con su lema «ven a tocarnos los juegos», busca que el Cheyenne sea un espacio de reunión al que, después de casi veinte años, todavía no se imagina echando el cierre. «No sé lo que pasará porque nosotros decimos que vivimos sobre la marcha». A pesar de que si cierra reconoce que venderá muchos juegos, en estos momentos no contempla esta idea. Su mayor sueño lo tiene claro: «Me encantaría que abrieran muchos más locales así y que en Vigo tuviéramos una calle de los juegos».